sábado, 26 de febrero de 2011

Una Misa en el Infierno

El invierno de 1941 fue uno de los más crudos de entre los que se guardan en los registros rusos. Mediado octubre cayeron las primeras nieves y, aunque después volvió a ascender algo el termómetro, durante la primera semana de diciembre –cuando los soviéticos lanzaron su contraofensiva contra la Wehrmacht a las afueras de Moscú-, el mercurio se desplomó, alcanzando los 32º C bajo cero. Y aún bajaría más.

Para el día de Navidad de 1941, los alemanes llevaban casi tres semanas retrocediendo en unas condiciones penosas, al borde de la extenuación; una increíble negligencia del mando militar les había privado de ropa de invierno y de abastecimientos y alimentos suficientes como para soportar aquellas condiciones extremas. El orgulloso ejército del verano y el otoño se había transformado en una abigarrada turbamulta de harapientos combatientes cubiertos por las más estrafalarias vestimentas, que se arrastraba lamentablemente en busca de cualquier cosa que pudiera servirle de cobijo.
Esa nochebuena, el teniente Schäufler, oficial de una unidad panzer en una pequeña localidad cercana a Orel, estaba resuelto a celebrar la festividad con una misa. Aunque había recibido un telegrama urgente notificándole la cercanía de tropas soviéticas en su sector, decidió ignorarlo. Y se dispuso a habilitar, junto con sus soldados, una iglesia derruida que los bolcheviques utilizaban como almacén desde hacías décadas, pero que aún guardaba intacto el esqueleto de su arquitectura.
Eso sí, había que despejar el medio metro de nieve que cubría el suelo. Después, tapar los inmensos agujeros que, por todas partes, generaban unas gélidas corrientes de aire que aterían al más pintado y, por último, arrancar los gigantescos carámbanos de hielo que cruzaban de parte a parte las ventanas sin cristales.
Cuando el capellán de la división llegó al templo, todo estaba más o menos dispuesto para la celebración. Se habían improvisado unos cirios y hasta algunos adornos navideños e incluso, con unas maderas, los soldados habían levantado un convincente altar. Ochenta hombres de uniforme se agolparon en la parte delantera de la iglesia, tiritando de frío, frente al sacerdote que, espectralmente iluminado por la titileante luz de las velas, pronto se vio coronado por la persistente nieve que se depositaba suave a través de uno de los boquetes de la techumbre.
Al poco de comenzada la ceremonia, y sin que los alemanes hubiesen advertido su llegada debido a la oscuridad reinante, el teniente Schäufler se percató de la presencia de una multitud de rostros -rudos e inexpresivos, situados tras los de sus soldados-, que le resultaron desconocidos. Aunque cada vez eran más numerosos, y al poco ya superaban con mucho a sus propias tropas, pronto pudo observar cómo aquellos ojos transmitían la emoción de la celebración pese a no entender una palabra de lo que allí se celebraba. No hacía falta. Aquellos seres humanos a los que muchos alemanes consideraban “infrahombres”, se estremecían al conjuro del nombre de Dios, del mismo modo que lo hacían ellos mismos.
Acostumbrados los ojos a la penumbra, Schäufler también observó que, al fondo de la iglesia, se daba cita otro grupo de hombres cuya apariencia era en todo distinta a la de los campesinos; su angustia creció cuando, tras recordar el telegrama en el que se le notificaba la presencia de fuerzas soviéticas en la región, al que había hecho caso omiso, adquirió la convicción de que se trataba, en efecto, de miembros del ejército rojo. Fijó su atención en uno de ellos que permanecía algo al margen, y cuyo rostro revelaba un odio inequívoco. Bajo el confortable abrigo con el que se equipaba el bolchevique, asomaban unas cuidadas botas de oficial.
El capellán impartió la bendición final, y a continuación se hizo un silencio sepulcral. Entonces, un fraseo de armónica rasgó el silencio nocturno, seguido por el susurro de aquellos guerreros vestidos de feldgrau, que entonaron con inmensa devoción las palabras del “Stille Nacht”, el germano y conmovedor “Noche de Paz”. Schäufler creyó ver lágrimas en los rostros de algunos de sus hombres e, increíblemente, advirtió cómo el oficial soviético se destocaba y dejaba la iglesia seguido por sus hombres, también descubiertos.
Terminada la ceremonia, Schäufler dirigió a los soldados a sus puestos con cierta premura, en el temor de que pudiera suceder lo peor. Cerciorado de que el último de sus hombres había abandonado el recinto, el teniente salió del ruinoso templo para encontrarse, repentinamente, en el pórtico derruido al oficial soviético, que le aguardaba indeciso.
En la oscura penumbra heladora, se miraron a los ojos durante unos interminables segundos, y el ruso masculló como para sí: “Christus ist geboren!”
Tendió entonces la mano a Schäufler amistosa y espontáneamente, y el alemán correspondió estremecido. El ruso se reafirmó, con alguna solemnidad: “Christus ist geboren!”. A continuación dio media vuelta, y desapareció en las sombras de aquella terrible y hermosa noche de invierno en que la nieve se amontonaba hasta alcanzar la cintura.
Sí, “había nacido Jesucristo”. Para los rusos, para los alemanes y para todos los hombres aunque, en contra de las enseñanzas del niño que esa noche nacía, anduviesen éstos despedazándose los unos a los otros.

Fernando Paz

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