jueves, 10 de marzo de 2011

La Misa de los López

Los padres entran primero, tratando de no hacer ruido, seguidos de sus dos hijos. Se santiguan, hacen algo parecido a una genuflexión y buscan un sitio por atrás. Unos feligreses tienen que recoger las piernas para que los cuatro puedan pasar por encima del reclinatorio. Sonrisita complaciente y caras de perdón y gracias.

Cuando se sientan, el cura ya va por la segunda lectura. Durante la homilía, miran aburridos al sacerdote; luego al niño, que le ha dado por tocar el bolso de la señora de adelante, y de nuevo al sacerdote, a ver si acaba.

Durante la comunión, el señor se sienta, como acostumbra a hacer desde hace años, y ella va a comulgar, aunque sabe que una visita previa al confesionario no le iría nada mal.

Acaba la misa. Antes de que el cura haya llegado a la sacristía, la familia López ha salido a toda prisa de la iglesia, como si fuera a estallar una bomba. "Es que así nos ahorramos la cola", le explicaron hace unos meses a uno de sus hijos que le dio por preguntar. Los López ya han cumplido por esta semana. Hasta el domingo que viene, en su familia no se volverá a oír hablar de Dios. "Para eso tienen a las monjas del colegio", se justificaría la señora López si le preguntaran.

Pero este domingo, el cura se ha referido en su homilía a las palabras que Benedicto XVI refirió hace unos años en Alemania. En Munich, Benedicto XVI habló a las muchas familias Lópezque, tal vez, abundan en nuestras iglesias. Lo hizo con gran cariño, casi en tono de súplica, pero dejando claro cuál es el papel de lospadres católicos. "¡Queridos padres! Les pido que ayuden a sus hijos a crecer en la fe, les pido que les acompañen en su peregrinaje hacia la Santa Comunión, en su viaje hacia Jesús y con Jesús. Por favor, vayan con sus hijos a la iglesia! (…) Verán que no es tiempo perdido; al contrario, es lo que puede mantener a su familia verdaderamente unida y centrada. (…) Y, por favor, recen juntos en casa también, en las comidas y antes de acostarse".

Los López no han salido hoy a trompicones de la parroquia. Se han quedado unos segundos rezando. Tal vez, esta semana, en casa de los López se hable por primera vez de Dios.

Unos 600 fieles y 20 sacerdotes anglicanos se pasan a la Iglesia católica en Miércoles de Ceniza

Unos 600 fieles y 20 sacerdotes anglicanos han dado el paso de la conversión al catolicismo hoy, Miércoles de Ceniza, acogiéndose a la nueva institución creada por el Papa Benedicto XVI para permitirles mantener su rito y tradiciones. El así llamado Ordinariato recibe así a su primer grupo de fieles y párrocos, después de que en los últimos meses cinco obispos anglicanos expresaran también su intención de sumarse a la nueva institución de la Iglesia Católica.

La ceremonia, que se ha hecho coincidir con la fecha litúrgica del comienzo de la Cuaresma —tiempo de conversión y penitencia— es el primer paso en un proceso de conversiones a Roma de otros grupos de anglicanos descontentos con la doctrina oficial de su iglesia.

Las diferencias estallaron en 1992, cuando la jerarquía de la Iglesia de Inglaterra aprobó la ordenación de mujeres. El último paso en ese proceso de distanciamiento doctrinal de la tradición católica fue la aceptación de mujeres en el episcopado. Los grupos anglicanos adheridos a la tradición solicitaron en el Reino Unido, sin conseguirlo, un estatus especial dentro de su iglesia. Finalmente, fue Benedicto XVI el que les ofreció una fórmula con el Ordinariato, al que podrán desde hoy incorporarse fieles y sacerdotes anglicanos que lo deseen.

CARTAS DEL DIABLO A SU SOBRINO (Lewis) XII


XII

Mi querido Orugario:

Evidentemente, estás haciendo espléndidos progresos. Mi único temor es que, al intentar meter prisa al paciente, le despiertes y se dé cuenta de su verdadera situación. Porque tú y yo, que vemos esa situación tal como es realmente, no debemos olvidar nunca cuan diferente debe parecerle a él. Nosotros sabemos que hemos introducido en su trayectoria un cambio de dirección que le está alejando ya de su órbita alrededor del Enemigo; pero hay que hacer que él se imagine que todas las decisiones que han producido este cambio de trayectoria son triviales y revocables. No se le debe permitir sospechar que ahora está, por lentamente que sea, alejándose del sol en una dirección que le conducirá al frío y a las tinieblas del vacío absoluto.

Por este motivo, casi celebro saber que todavía va a misa y comulga. Sé que esto tiene peligros; pero cualquier cosa es buena con tal de que no llegue a darse cuenta de hasta qué punto ha roto con los primeros meses de su vida cristiana: mientras conserve externamente los hábitos de un cristiano, se le podrá hacer pensar que ha adoptado algunos amigos y diversiones nuevos, pero que su estado espiritual es muy semejante al de seis semanas antes, y, mientras piense eso, no tendremos que luchar con el arrepentimiento explícito por un pecado definido y plenamente reconocido, sino sólo con una vaga, aunque incómoda, sensación de que no se ha portado muy bien últimamente.

Esta difusa incomodidad necesita un manejo cuidadoso. Si se hace demasiado fuerte, puede despertarle, y echar a perder todo el juego. Por otra parte, si las suprimes completamente —lo que, de pasada, el Enemigo probablemente no permitirá—, perdemos un elemento de la situación que puede conseguirse que nos sea favorable. Si se permite que tal sensación subsista, pero no que se haga irresistible y florezca en un verdadero arrepentimiento, tiene una invaluable tendencia: aumenta la resistencia del paciente a pensar en el Enemigo. Todos los humanos, en casi cualquier momento, sienten en cierta medida esta reticencia; pero cuando pensar en Él supone encararse —intensificándola— con una vaga nube de culpabilidad sólo a medias consciente, tal resistencia se multiplica por diez. Odian cualquier cosa que les recuerde al Enemigo, al igual que los hombres en dificultades económicas detestan la simple visión de un talonario. En tal estado, tu paciente no sólo omitirá sus deberes religiosos, sino que le desagradarán cada vez más. Pensará en ellos de antemano lo menos que crea decentemente posible, y se olvidará de ellos, una vez cumplidos, tan pronto como pueda. Hace unas semanas necesitabas tentarle al irrealismo y a la falta de atención cuando rezaba, pero ahora te encontrarás con que te recibe con los brazos abiertos y casi te implora que le desvíes de su propósito y que adormezcas su corazón. Querrá que sus oraciones sean irreales, pues nada le producirá tanto terror como el contacto efectivo con el Enemigo. Su intención será la de «dejar la fiesta en paz».

Al irse estableciendo más completamente esta situación, te irás librando, paulatinamente, del fatigoso trabajo de ofrecer placeres como tentaciones. Al irle separando cada vez más de toda auténtica felicidad esa incomodidad, y su resistencia a enfrentarse con ella, y como la costumbre va haciendo al mismo tiempo menos agradables y menos fácilmente renunciables (pues eso es lo que el hábito hace, por suerte, con los placeres) los placeres de la vanidad, de la excitación y de la ligereza, descubrirás que cualquier cosa, o incluso ninguna, es suficiente para atraer su atención errante. Ya no necesitas un buen libro, que le guste de verdad, para mantenerle alejado de sus oraciones, de su trabajo o de su reposo; te bastará con una columna de anuncios por palabras en el periódico de ayer. Le puedes hacer perder el tiempo no ya en una conversación amena, con gente de su agrado, sino incluso hablando con personas que no le interesan lo más mínimo de cuestiones que le aburren. Puedes lograr que no haga absolutamente nada durante períodos prolongados. Puedes hacerle trasnochar, no yéndose de juerga, sino contemplando un fuego apagado en un cuarto frío. Todas esas actividades sanas y extrovertidas que queremos evitarle pueden impedírsele sin darle nada, a cambio, de tal forma que pueda acabar diciendo, como dijo al llegar aquí abajo uno de mis pacientes, «Ahora veo que he dejado pasar la mayor parte de mi vida sin hacer ni lo que debía ni lo que me apetecía». Los cristianos describen al Enemigo como aquél «sin quien nada es fuerte». Y la Nada es muy fuerte: lo suficiente como para privarle a un hombre de sus mejores años, y no cometiendo dulces pecados, sino en una mortecina vacilación de la mente sobre no sabe qué ni por qué, en la satisfacción de curiosidades tan débiles que el hombre es sólo medio consciente de ellas, en tamborilear con los dedos y pegar taconazos, en silbar melodías que no le gustan, o en el largo y oscuro laberinto de unos ensueños que ni siquiera tienen lujuria o ambición para darles sabor, pero que, una vez iniciados por una asociación de ideas puramente casual, no pueden evitarse, pues la criatura está demasiado débil y aturdida como para librarse de ellos.

Dirás que son pecadillos, y, sin duda, como todos los tentadores jóvenes, estás deseando poder dar cuenta de maldades espectaculares. Pero, recuérdalo bien, lo único que de verdad importa es en qué medida apartas al hombre del Enemigo. No importa lo leves que puedan ser sus faltas, con tal de que su efecto acumulativo sea empujar al hombre lejos de la Luz y hacia el interior de la Nada. El asesinato no es mejor que la baraja, si la baraja es suficiente para lograr este fin. De hecho, el camino más seguro hacia el Infierno es el gradual: la suave ladera, blanda bajo el pie, sin giros bruscos, sin mojones, sin señalizaciones.

Tu cariñoso tío,

ESCRUTOPO