miércoles, 9 de marzo de 2011

CARTAS DEL DIABLO A SU SOBRINO (Lewis) XI

XI

Mi querido Orugario:

Evidentemente, todo va muy bien. Me alegra especialmente saber que sus dos nuevos amigos ya le han presentado a todo el grupo. Todos ellos, según he averiguado por el archivo, son individuos de absoluta confianza: frivolos y mundanos cons¬tantes y consumados que, sin necesidad de cometer crímenes espectaculares, avanzan tranquila y cómodamente hacia la casa de Nuestro Padre. Dices que se ríen mucho; confío en que eso no quiera decir que tienes la idea de que la risa, en sí misma, esté siempre de nuestra parte. El asunto merece cierta atención. Yo distingo cuatro causas de la risa humana: la alegría, la diversión, el chiste y la ligereza. Podrás ver la primera de ellas en una reunión en vísperas de fiesta de amigos y amantes. Entre adultos, suele usarse como pretexto el contar chistes, pero la facilidad con que las mínimas ingeniosidades provocan, en tales ocasiones, la risa, demuestra que los chistes no son su verdadera causa. Cuál pueda ser la verdadera causa es algo que ignoramos por completo. Algo parecido encuentra su expre¬sión en buena parte de ese arte detestable que los humanos llaman música, y algo así ocurre en el Cielo: una aceleración insensata en el ritmo de la experiencia celestial, que nos resulta totalmente impenetrable. Tal tipo de risa no nos beneficia nada, y debe evitarse en todo momento. Además, el fenómeno es, en sí, desagradable, y supone un insulto directo al realismo, la dignidad y la austeridad del Infierno.

La diversión tiene una íntima relación con la alegría: es una especie de espuma emocional, que procede del instinto de juego. Nos es de muy poca utilidad. A veces puede servirnos, claro está, para distraer a los humanos de lo que al Enemigo le gustaría que hiciesen o sintiesen, pero predispone a cosas total¬mente indeseables: fomenta la caridad, el valor, el contento, y muchos males más.

El chiste que nace de la súbita percepción de la incongruen¬cia, es un campo mucho más prometedor. No me estoy refi¬riendo, principalmente, al chiste indecente u obsceno, que —a pesar de lo mucho que confían en él los tentadores de segunda categoría— es, con frecuencia, muy decepcionante en sus resul¬tados. La verdad es que los humanos están, en este aspecto, bastante claramente divididos en dos categorías. Hay algunos para los que «ninguna pasión es tan seria como la lujuria», y para los que una historia indecente deja de provocar lascivia precisamente en la medida en que resulte divertida; hay otros cuya risa y cuya lujuria son excitadas simultáneamente y por las mismas cosas. El primer tipo de humanos bromea acerca del sexo porque da lugar a muchas incongruencias; el segundo, en cambio, cultiva las incongruencias porque dan pretexto a hablar del sexo. Si tu hombre es del primer tipo, el humor obsceno no te será de mucha ayuda: nunca olvidaré las horas (para mí, de insoportable tedio) que perdí con uno de mis primeros pacientes, en bares y salones, antes de aprender esa regla. Averigua a qué grupo pertenece el paciente, y procura que él no lo averigüe.

La verdadera utilidad de los chistes o el humor apunta en una dirección muy distinta, y es especialmente prometedora entre los ingleses, que se toman tan en serio su «sentido del humor» que la falta de este sentido es casi la única deficiencia de la que se avergüenzan. El humor es, para ellos, el don vital que consuela de todo y que (fíjate bien) todo lo excusa. Es, por tanto, un medio inapreciable para destruir el pudor. Si un hombre deja, simplemente, que los demás paguen por él, es un «tacaño»; si presume de ello jocosamente, y le toma el pelo a sus amigos por permitir que se aproveche de ellos, entonces ya no es un «tacaño», sino un tipo gracioso. La mera cobardía es vergonzosa; la cobardía de la que se presume con exageraciones humorísticas y con gestos grotescos puede pasar por divertida. La crueldad es vergonzosa, a menos que el hombre cruel con-siga presentarla como una broma pesada. Mil chistes obscenos, o incluso blasfemos, no contribuyen a la condenación de un hombre tanto como el descubrimiento de que puede hacer casi cualquier cosa que le apetezca no sólo sin la desaprobación de sus semejantes, sino incluso con su admiración, simplemente con lograr que se tome como una broma. Y esta tentación puedes ocultársela casi enteramente a tu paciente, gracias precisadamente a la seriedad de los ingleses acerca del humor. Cualquier insinuación de que puede ser demasiado humor, por ejemplo, se le puede presentar como «puritana», o como evi¬dencia de «falta de humor».

Pero la ligereza es la mejor de todas estas causas. En primer lugar, resulta muy económica: sólo a un humano inteligente se le puede ocurrir un chiste a costa de la virtud (o, de hecho, de cualquier otra cosa); en cambio, a cualquiera le podemos ense¬ñar a hablar como si la virtud fuese algo cómico. Las personas ligeras suponen siempre que son chistosas; en realidad, nadie hace chistes, pero cualquier tema serio se trata de un modo que implica que ya le han encontrado un lado ridículo. Si se pro¬longa, el hábito de la ligereza construye en torno al hombre la mejor coraza que conozco frente al Enemigo, y carece, además, de los riesgos inherentes a otras causas de risa. Está a mil kilómetros de la alegría; embota, en lugar de agudizarlo, el intelecto, y no fomenta el afecto entre aquellos que la prac¬tican.

Tu cariñoso tío,

ESCRUTOPO

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