lunes, 14 de marzo de 2011

CARTAS DEL DIABLO A SU SOBRINO (Lewis) XIII

XIII

Mi querido Orugario:

Me parece que necesitas demasiadas páginas para contar una historia muy simple. En resumidas cuentas, que has dejado que ese hombre se te escurra entre los dedos de la mano. La situación es muy grave, y realmente no veo motivo alguno por el que debiera tratar de protegerte de las consecuencias de tu ineficiencia. Un arrepentimiento y una renovación de lo que el otro llama «gracia» de la magnitud que tú mismo describes, supone una derrota de primer orden. Equivale a una segunda conversión... y, probablemente, más profunda que la primera. Como debieras saber, la nube asfixiante que te impidió atacar al paciente durante el paseo de regreso del viejo molino es un fenómeno muy conocido. Es el arma más brutal del Enemigo, y generalmente aparece cuando El se hace directamente presente al paciente, bajo ciertas formas aún no completamente clasificadas. Algunos humanos están permanentemente envueltos en ella, y nos resultan, por tanto, totalmente inaccesibles.

Y ahora, veamos tus errores. En primer lugar, según tú mismo dices, permitiste que tu paciente leyera un libro del que realmente disfrutaba, no para que hiciese comentarios ingeniosos a costa de él ante sus nuevos amigos, sino meramente porque disfrutaba de ese libro. En segundo lugar, le permitiste andar hasta el viejo molino y tomar allí el té: un paseo por un campo que realmente le gusta, y encima a solas. En otras palabras: le permitiste dos auténticos placeres positivos. ¿Fuiste tan ignorante que no viste el peligro que entrañaba esto? Lo característico de las penas y de los placeres es que son inequívocamente reales y, en consecuencia, mientras duran, le proporcionan al hombre un patrón de la realidad. Así, si tratases de condenar a tu hombre por el método romántico —haciendo de él una especie de Childe Harold o Werther, autocompadeciéndose de penas imaginarias—, tratarías de protegerle, a cualquier precio, de cualquier dolor real; porque, naturalmente, cinco minutos de auténtico dolor de muelas revelarían la tontería que eran sus sufrimientos románticos, y desenmascararían toda tu estratagema. Pero estabas intentando hacer que tu paciente se condenase por el Mundo, esto es, haciéndole aceptar como placeres la vanidad, el ajetreo, la ironía y el tedio costoso. ¿Cómo puedes no haberte dado cuenta de que un placer real era lo último que debías permitirle? ¿No previste que, por contraste, acabaría con todos los oropeles que tan trabajosamente le has estado enseñando a apreciar? ¿Y que el tipo de placer que le dieron el libro y el paseo es el más peligroso de todos? ¿Qué le arrancaría la especie de costra que has ido formando sobre su sensibilidad, y le haría sentir que está regresando a su hogar, recobrándose a sí mismo? Como un paso previo para separarle del Enemigo, querías apartarle de sí mismo, y habías hecho algunos progresos en esa dirección. Ahora, todo eso está perdido.

Sé, naturalmente, que el Enemigo también quiere apartar de sí mismos a los hombres, pero en otro sentido. Recuerda siempre que a El le gustan realmente esos gusanillos, y que da un absurdo valor a la individualidad de cada uno de ellos. Cuando Él habla de que pierdan su «yo», Se refiere tan sólo a que abandonen el clamor de su propia voluntad. Una vez hecho esto, El les devuelve realmente toda su personalidad, y pretende (me temo que sinceramente) que, cuando sean completamente Suyos, serán más «ellos mismos» que nunca. Por tanto, mientras que Le encanta ver que sacrifican a Su voluntad hasta sus deseos más inocentes, detesta ver que se alejen de su propio carácter por cualquier otra razón. Y nosotros debemos inducirles siempre a que hagan eso. Los gustos y las inclinaciones más profundas de un hombre constituyen la materia prima, el pun-to de partida que el Enemigo le ha proporcionado. Alejar al hombre de ese punto de partida es siempre, pues, un tanto a nuestro favor; incluso en cuestiones indiferentes, siempre es conveniente sustituir los gustos y las aversiones auténticas de un humano por los patrones mundanos, o la convención, o la moda. Yo llevaría esto muy lejos: haría una norma erradicar de mi paciente cualquier gusto personal intenso que no constituya realmente un pecado, incluso si es algo tan completamente trivial como la afición al cricket, o a coleccionar sellos, o a beber batidos de cacao. Estas cosas, te lo aseguro, de virtudes no tienen nada; pero hay en ellas una especie de inocencia, de humildad, de olvido de uno mismo, que me hacen desconfiar de ellas; el hombre que verdadera y desinteresadamente disfruta de algo, por ello mismo, y sin importarle un comino lo que digan los demás, está protegido, por eso mismo, contra algunos de nuestros métodos de ataque más sutiles. Debes tratar de hacer siempre que el paciente abandone la gente, la comida o los libros que le gustan de verdad, y que los sustituya por la «mejor» gente, la comida «adecuada» o los libros «importantes». Conocí a un humano que se vio defendido de fuertes tentaciones de ambición social por una afición, más fuerte todavía, a los callos con cebolla.

Falta considerar de qué forma podemos resarcirnos de este desastre. Lo mejor es impedir que haga cualquier cosa. Mientras no lo ponga en práctica, no importa cuánto piense en este nuevo arrepentimiento. Deja que el animalillo se revuelque en su arrepentimiento. Déjale, si tiene alguna inclinación en ese sentido, que escriba un libro sobre él; suele ser una manera excelente de esterilizar las semillas que el Enemigo planta en el alma humana. Déjale hacer lo que sea, menos actuar. Ninguna cantidad, por grande que sea, de piedad en su imaginación y en sus afectos nos perjudicará, si logramos mantenerla fuera de su voluntad. Como dijo uno de los humanos, los hábitos activos se refuerzan por la repetición, pero los pasivos se debilitan. Cuanto más a menudo sienta sin actuar, menos capaz será de llegar a actuar alguna vez, y, a la larga, menos capaz será de sentir.

Tu cariñoso tío,

ESCRUTOPO

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