sábado, 6 de julio de 2013

EL DEMONIO NO EXISTE

Casi nada. Así, sin paños calientes. Es la afirmación que encontré hace unos días navegando por Internet. Y me llamó la atención no por la afirmación en sí, sino por quien la escribía: un conocido doctor en Teología, que por desgracia lleva muchos años enfrentado a la jerarquía eclesiástica. Discúlpenme la discreción de no entrar en más detalles sobre la persona. Francamente me considero muy poquita cosa como para venir a las redes a hacer escarnio de alguien de inmenso estudio y preparación, que además ha dedicado su vida a Dios. Por muy en desacuerdo que esté con él.
La afirmación de esta persona se desarrollaba en un artículo donde criticaba el reciente nombramiento de varios exorcistas para la diócesis de Madrid. Tras leerlo me preguntaba, ¿cómo alguien con tanta experiencia y preparación puede relegar a un mito la existencia del demonio? La verdad es que me entristecían sus palabras. Más allá de que sea dogma de fe (casi nada), de que los Papas (Francisco entre ellos) no dejen de prevenir contra él, de que sea algo indudable para el Magisterio de la Iglesia, de que las Escrituras sean claras y nítidas al respecto… aun obviando (y ya es obviar) todo esto, me parece una falta de caridad hacia todos aquellos que han sufrido su acción a lo largo de los siglos. Desde los grandes santos que experimentaron sus duros ataques, hasta aquellos a los que hoy sigue atormentando. Hasta nosotros mismos que cada día pedimos al Padre “no nos dejes caer en la tentación”.
Ante esta afirmación, ¿qué le diríamos pues a aquellos que han sufrido de una forma brutal su maléfica acción, ante quienes la medicina no ha tenido respuesta, y sólo el propio Cristo a través de sus sacerdotes ha sanado? ¿Que todo ha estado en su mente? ¿Que han sido presa de viejas supersticiones ya superadas por el hombre moderno? Yo desde luego, a los tristes protagonistas de los pocos casos que he conocido de cerca, no sería capaz de decírselo.
Y que conste que no es este un tema con el que yo me obsesione. A mí me obsesiona el Señor, su inmenso Amor, su eterna misericordia, su plan de salvación para mí, el hacer su voluntad. Lo cual no quita que sea consciente de que el demonio lucha para alejarme de Dios. En este sentido, entiendo que la Iglesia centre su mensaje en el Amor de Dios a los hombres. Es la gran noticia para quienes se han alejado del Padre: Cristo murió y resucitó por los hombres, en Él está nuestra salvación. Lo cual no implica que el tema del demonio y del infierno tenga que ser tabú en la Iglesia; hay un término medio entre el discurso monotemático de la amenaza de condenación que mis padres oían en su niñez, a esa especie de miedo a parecer un carca que se percibe hoy en día, entre cristianos hechos y derechos, cuando se saca este tema. Hasta el punto de que escuchar las palabras demonio o infierno en una homilía es harto complicado. Y repito, aun a riesgo de ser cansino: no creo que la obsesión en este tema sea buena, pero no mencionar a aquel con el que diariamente luchamos, así como las armas para enfrentarlo cuando el peligro sea mayor, me parece una temeridad.
Como suele decirse, la gran victoria del demonio en nuestros días radica en haber convencido al mundo de que no existe. Hecho especialmente grave cuando se da entre cristianos. Pues esta creencia para nosotros no es una opción; ¿o es acaso una pantomima la profesión de fe que hacemos en las ocasiones importantes, en las que renunciamos a Satanás y a sus seducciones?
Si fuera así, pobre San Miguel. Después de tantos siglos, vamos a querer dejarle sin oficio…
Y Dios bendiga al Cardenal Rouco Varela, por actuar en este aspecto con diligencia y valentía.
San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla.



José Manuel Puerta Sánchez
Fuente: http://www.religionenlibertad.com

sábado, 29 de junio de 2013

LA OBEDIENCIA COMO VIRTUD

“Con grande clamor y lágrimas, ofreció ruegos y súplicas a Aquel que era poderoso para salvarle de la muerte”. Con estas palabras nos habla San Pablo del temor humano que invadió a Jesús en las horas previas a su Pasión y con cuánta insistencia clamó al Padre para que lo librara de esas horas de agonía.
¿Pero cómo, Jesús tuvo miedo? ¿Acaso no es Dios?
Hay algo que con frecuencia olvidamos al hablar de Jesús. Yo también fui hombre y sentí penas y angustias. ¡Me encontré muy solo! Le dice a la beata Catalina de Emmerich en una de sus apariciones.
En el huerto de los olivos, Jesús ora y sufre. Y se lo confiesa a Catalina con estas palabras: sufrí mucho más en esas horas que en la crucifixión. Fue más dolorosa, porque Me fue manifestado claramente que los pecados de todos eran hechos Míos y Yo debía responder por cada uno… Por lo tanto, fui hecho ladrón, asesino, adúltero, mentiroso, sacrílego, blasfemo, calumniador y rebelde al Padre, a quien He amado siempre.
En esto, precisamente, consistió Mi sudor de sangre: en el contraste entre Mi amor por el Padre y Su Voluntad. Pero obedecí hasta el fin y, por amor a todos, Me cubrí de la mancha con tal de hacer el Querer de Mi Padre y salvarlos de la perdición eterna.
Todo este panorama nos habla de un hombre que tiene miedos, angustias y sufrimientos que jamás hemos experimentado ninguno de nosotros. Y Jesús expresa todo esto de la siguiente manera: Considera cuántas agonías más que mortales tuve aquella noche y, créeme, nadie podía aliviarme en tales congojas, porque más bien veía cómo cada uno de ustedes se dedicó a hacerme cruel la muerte que se Me daba en cada instante por las ofensas cuyo rescate He pagado por entero. Quiero que se conozca una vez más cómo amé a todos los hombres en aquella hora de abandono y de tristeza sin nombre...
Pero el mérito de Jesús no consistió en sufrir, sino más bien en hacer la voluntad del Padre que está en los cielos: obedecer…
Y de la obediencia nos toca hablar hoy. Una virtud que parece causar una especie de rechazo en los seres humanos puesto que desde el principio hemos tenido problemas en ejercer esta virtud. Pensemos en Adán y Eva: el Pecado original que cometen es un pecado de desobediencia. Todas las veces que cometemos un pecado estamos desobedeciendo mandatos divinos. La adolescencia misma parece tener ese estigma de la anti-obediencia.
¿Pero, qué es la obediencia? Y ¿Por qué nos cuesta tanto ejercerla?
La obediencia es aquella virtud que nos ayuda a reconocernos como seres creados y sometidos a nuestro creador. Podemos decir que Dios tiene los derechos de autor sobre nosotros que somos su obra.
En el plano natural, por la obediencia, nos reconocemos como subordinados a otro u otros que nos ayudan a alcanzar un bien que por nuestros propios medios no podemos.
La obediencia consiste en aceptar la voluntad del superior. Tenemos superiores más próximos, pero en última instancia vamos a encontrar siempre a Dios, puesto que quien manda es responsable ante Dios de lo mandado.
Pero otra cosa somos nosotros… ¡Cuánto nos cuesta obedecer! Y nos cuesta porque estamos llamados a ser la cumbre de la creación. Se nos ha concedido ser señores de todo lo creado aquí en la tierra, estamos creados para regir. Pero lo que no entendemos o al menos entendemos mal, es que todo aquel que manda tiene también un superior a quien obedecer. Todos a excepción de Dios: Principio de  autoridad. Y esta malinterpretación de la autoridad en la que estamos sumidos se debe al Pecado Original, que ha dejado en nosotros cicatrices entre las cuales se encuentra esa inclinación a la desobediencia.
Ahora bien. Sabiendo Dios lo mucho que nos cuesta obedecer, utiliza con nosotros la Pedagogía Divina. Esta Pedagogía consiste en dar el ejemplo: Jesús, quien es Dios, nos da la demostración más extrema de obediencia, una obediencia que conduce a la muerte, a dar la vida entera asumiendo los sufrimientos más intensos. Y Jesús, pese al miedo, al dolor, a la soledad obedece: “Padre, que no se haga mi voluntad sino la tuya”.
¿Y qué gano yo obedeciendo? La salvación. Es así de simple: Tenemos que obedecer porque no somos perfectos, y para hacer las cosas bien tenemos que recurrir a otros que, en ciertas situaciones saben o son conscientes de lo que nosotros no.
Hay una frase que ilustra mucho mejor todo esto: “quien obedece nunca se equivoca”. Y es así, el que se equivoca es el que ejerce la autoridad.
La obediencia, como toda virtud, se adquiere con la repetición de actos, en este caso actos de obediencia. Obedecer a nuestros padres, a nuestros profesores, a aquellos que tienen más experiencia en esta o aquella situación.
Pero ¿Cuál es el límite de la obediencia? Así como el principio de autoridad es Dios, también en Él encontramos los límites de la obediencia. Hay que obedecer pero siempre y cuando no vaya en contra de los mandatos divinos.

Propongámonos en este día hacer pequeños actos de obediencia que nos conduzcan a adquirir esta virtud tan importante que está íntimamente adherida a nuestra salvación. Para ello pidámosle a La Virgen María que nos enseñe a obedecer como seguramente le enseñó a Jesús en su infancia.

martes, 25 de junio de 2013

ELEGIR SER UN HÉROE

No todos los seres humanos son héroes. Sólo una pequeña parte, aquellos que de lo bueno eligen lo mejor; aquellos que siempre quieren más y no se contentan sólo con cumplir; aquellos que quieren, buscan y logran darlo todo de sí, solo ellos son los que merecen ser llamados héroes.  

No es fácil ser héroe, no todos quieren serlo. Algunos se contentan con lo pandito de las orillas y ni siquiera se detienen a pensar en sumergirse en la profundidad de una entrega generosa que ensancha el alma hasta el infinito.

¿Y tú? ¿Por qué postura has optado? ¿Acaso la comodidad de una vida sin apuros ni preocupaciones, donde la inquietud más grande sea la de vestirte con la ropa de marca y a la moda? ¿O estás entre aquellas almas que buscan superarse para demostrar que todo lo que han recibido de Dios lo pueden y lo quieren intensificar?

¿Cuál es la diferencia entre un pequeño lago y el profundo océano? El lagos es tranquilo, no inquieta a los botes que sosegados descansan sobre sus aguas. El lago está rodeado de orillas que lo limitan por doquier. Mientras tanto, lejos de la serenidad, se halla el temible océano. Profundo, inquieto, magnificente. No se contenta con orillas que lo limiten y rompe con sus olas para ganar de a poco un trozo más de terreno. Siempre vivo y desplegado demuestra con su tenacidad que no está hecho para cosas pequeñas, y nadie pretende adentrarse a él en una minúscula barcaza.

¿Con cuál de estos dos ejemplos te identificas? ¿Quieres ser héroe, distinto del resto, ejemplo para generaciones futuras? ¿O te contentas con pasar por esta tierra sin ruido ni esfuerzo?

Cuando San Pablo nos propone revestirnos de las virtudes de misericordia, bondad, mansedumbre, paciencia, etc., no nos está llamando a otra cosa distinta de la heroicidad. “…como elegidos de Dios, santos y amados…” San Pablo nos está llamando a ser hombres y mujeres virtuosos.

Pero ¿quién es un hombre virtuoso? ¿Qué es la virtud? Un hombre virtuoso es aquél que lucha sin desfallecer. Aquel que busca vencerse y vencer. Lucha contra sus inclinaciones torcidas, con todo aquello lo detiene en la búsqueda de la felicidad que no es otra cosa que la perfección. El virtuoso es señor y amo de sí mismo. El hombre virtuoso posee hábitos que lo disponen a obrar fácil, pronta y gozosamente en la búsqueda del bien.
No es fácil ser virtuoso. Es más, en la tierra siempre vamos a estar en la búsqueda de la perfección mas no la vamos a hallar completamente en nosotros mismos. Pero sí que podemos mejorar; y eso es lo que busca un héroe.

¿Estás dispuesto a cambiar el mundo? O lo que es más difícil aún ¿Estás dispuesto a cambiarte a ti mismo para plasmar en tu rostro el dulce rostro de Cristo? En otras palabras, ¿Estás dispuesto a ser feliz?

Tú decides sobre ti mismo a través de tus actos; realizas o impides tu propia perfección, que consiste en amar a Dios y al prójimo, y que culminará en la unión beatífica.


¿Qué vas a entregar hoy para ser héroe y dejar una huella imborrable en la eternidad?

M.M.