sábado, 29 de junio de 2013

LA OBEDIENCIA COMO VIRTUD

“Con grande clamor y lágrimas, ofreció ruegos y súplicas a Aquel que era poderoso para salvarle de la muerte”. Con estas palabras nos habla San Pablo del temor humano que invadió a Jesús en las horas previas a su Pasión y con cuánta insistencia clamó al Padre para que lo librara de esas horas de agonía.
¿Pero cómo, Jesús tuvo miedo? ¿Acaso no es Dios?
Hay algo que con frecuencia olvidamos al hablar de Jesús. Yo también fui hombre y sentí penas y angustias. ¡Me encontré muy solo! Le dice a la beata Catalina de Emmerich en una de sus apariciones.
En el huerto de los olivos, Jesús ora y sufre. Y se lo confiesa a Catalina con estas palabras: sufrí mucho más en esas horas que en la crucifixión. Fue más dolorosa, porque Me fue manifestado claramente que los pecados de todos eran hechos Míos y Yo debía responder por cada uno… Por lo tanto, fui hecho ladrón, asesino, adúltero, mentiroso, sacrílego, blasfemo, calumniador y rebelde al Padre, a quien He amado siempre.
En esto, precisamente, consistió Mi sudor de sangre: en el contraste entre Mi amor por el Padre y Su Voluntad. Pero obedecí hasta el fin y, por amor a todos, Me cubrí de la mancha con tal de hacer el Querer de Mi Padre y salvarlos de la perdición eterna.
Todo este panorama nos habla de un hombre que tiene miedos, angustias y sufrimientos que jamás hemos experimentado ninguno de nosotros. Y Jesús expresa todo esto de la siguiente manera: Considera cuántas agonías más que mortales tuve aquella noche y, créeme, nadie podía aliviarme en tales congojas, porque más bien veía cómo cada uno de ustedes se dedicó a hacerme cruel la muerte que se Me daba en cada instante por las ofensas cuyo rescate He pagado por entero. Quiero que se conozca una vez más cómo amé a todos los hombres en aquella hora de abandono y de tristeza sin nombre...
Pero el mérito de Jesús no consistió en sufrir, sino más bien en hacer la voluntad del Padre que está en los cielos: obedecer…
Y de la obediencia nos toca hablar hoy. Una virtud que parece causar una especie de rechazo en los seres humanos puesto que desde el principio hemos tenido problemas en ejercer esta virtud. Pensemos en Adán y Eva: el Pecado original que cometen es un pecado de desobediencia. Todas las veces que cometemos un pecado estamos desobedeciendo mandatos divinos. La adolescencia misma parece tener ese estigma de la anti-obediencia.
¿Pero, qué es la obediencia? Y ¿Por qué nos cuesta tanto ejercerla?
La obediencia es aquella virtud que nos ayuda a reconocernos como seres creados y sometidos a nuestro creador. Podemos decir que Dios tiene los derechos de autor sobre nosotros que somos su obra.
En el plano natural, por la obediencia, nos reconocemos como subordinados a otro u otros que nos ayudan a alcanzar un bien que por nuestros propios medios no podemos.
La obediencia consiste en aceptar la voluntad del superior. Tenemos superiores más próximos, pero en última instancia vamos a encontrar siempre a Dios, puesto que quien manda es responsable ante Dios de lo mandado.
Pero otra cosa somos nosotros… ¡Cuánto nos cuesta obedecer! Y nos cuesta porque estamos llamados a ser la cumbre de la creación. Se nos ha concedido ser señores de todo lo creado aquí en la tierra, estamos creados para regir. Pero lo que no entendemos o al menos entendemos mal, es que todo aquel que manda tiene también un superior a quien obedecer. Todos a excepción de Dios: Principio de  autoridad. Y esta malinterpretación de la autoridad en la que estamos sumidos se debe al Pecado Original, que ha dejado en nosotros cicatrices entre las cuales se encuentra esa inclinación a la desobediencia.
Ahora bien. Sabiendo Dios lo mucho que nos cuesta obedecer, utiliza con nosotros la Pedagogía Divina. Esta Pedagogía consiste en dar el ejemplo: Jesús, quien es Dios, nos da la demostración más extrema de obediencia, una obediencia que conduce a la muerte, a dar la vida entera asumiendo los sufrimientos más intensos. Y Jesús, pese al miedo, al dolor, a la soledad obedece: “Padre, que no se haga mi voluntad sino la tuya”.
¿Y qué gano yo obedeciendo? La salvación. Es así de simple: Tenemos que obedecer porque no somos perfectos, y para hacer las cosas bien tenemos que recurrir a otros que, en ciertas situaciones saben o son conscientes de lo que nosotros no.
Hay una frase que ilustra mucho mejor todo esto: “quien obedece nunca se equivoca”. Y es así, el que se equivoca es el que ejerce la autoridad.
La obediencia, como toda virtud, se adquiere con la repetición de actos, en este caso actos de obediencia. Obedecer a nuestros padres, a nuestros profesores, a aquellos que tienen más experiencia en esta o aquella situación.
Pero ¿Cuál es el límite de la obediencia? Así como el principio de autoridad es Dios, también en Él encontramos los límites de la obediencia. Hay que obedecer pero siempre y cuando no vaya en contra de los mandatos divinos.

Propongámonos en este día hacer pequeños actos de obediencia que nos conduzcan a adquirir esta virtud tan importante que está íntimamente adherida a nuestra salvación. Para ello pidámosle a La Virgen María que nos enseñe a obedecer como seguramente le enseñó a Jesús en su infancia.

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