“Con
grande clamor y lágrimas, ofreció ruegos y súplicas a Aquel que era poderoso
para salvarle de la muerte”. Con estas palabras nos habla San Pablo del temor
humano que invadió a Jesús en las horas previas a su Pasión y con cuánta insistencia
clamó al Padre para que lo librara de esas horas de agonía.
¿Pero
cómo, Jesús tuvo miedo? ¿Acaso no es Dios?
Hay
algo que con frecuencia olvidamos al hablar de Jesús. Yo también fui hombre y sentí penas y angustias.
¡Me encontré muy solo! Le
dice a la beata Catalina de Emmerich en una de sus apariciones.
En el
huerto de los olivos, Jesús ora y sufre. Y se lo confiesa a Catalina con estas
palabras: sufrí mucho más en
esas horas que en la crucifixión. Fue más dolorosa, porque Me fue manifestado
claramente que los pecados de todos eran hechos Míos y Yo debía responder por
cada uno… Por lo tanto, fui hecho ladrón, asesino, adúltero, mentiroso,
sacrílego, blasfemo, calumniador y rebelde al Padre, a quien He amado siempre.
En
esto, precisamente, consistió Mi sudor de sangre: en el contraste entre Mi amor
por el Padre y Su Voluntad. Pero obedecí hasta el fin y, por amor a todos, Me
cubrí de la mancha con tal de hacer el Querer de Mi Padre y salvarlos de la
perdición eterna.
Todo
este panorama nos habla de un hombre que tiene miedos, angustias y sufrimientos
que jamás hemos experimentado ninguno de nosotros. Y Jesús expresa todo esto de
la siguiente manera: Considera
cuántas agonías más que mortales tuve aquella noche y, créeme, nadie podía
aliviarme en tales congojas, porque más bien veía cómo cada uno de ustedes se
dedicó a hacerme cruel la muerte que se Me daba en cada instante por las
ofensas cuyo rescate He pagado por entero. Quiero que se conozca una vez más
cómo amé a todos los hombres en aquella hora de abandono y de tristeza sin
nombre...
Pero
el mérito de Jesús no consistió en sufrir, sino más bien en hacer la voluntad
del Padre que está en los cielos: obedecer…
Y de
la obediencia nos toca hablar hoy. Una virtud que parece causar una especie de
rechazo en los seres humanos puesto que desde el principio hemos tenido
problemas en ejercer esta virtud. Pensemos en Adán y Eva: el Pecado original
que cometen es un pecado de desobediencia. Todas las veces que cometemos un
pecado estamos desobedeciendo mandatos divinos. La adolescencia misma parece
tener ese estigma de la anti-obediencia.
¿Pero,
qué es la obediencia? Y ¿Por qué nos cuesta tanto ejercerla?
La
obediencia es aquella virtud que nos ayuda a reconocernos como seres creados y
sometidos a nuestro creador. Podemos decir que Dios tiene los derechos de autor
sobre nosotros que somos su obra.
En el
plano natural, por la obediencia, nos reconocemos como subordinados a otro u
otros que nos ayudan a alcanzar un bien que por nuestros propios medios no
podemos.
La
obediencia consiste en aceptar la voluntad del superior. Tenemos superiores más
próximos, pero en última instancia vamos a encontrar siempre a Dios, puesto que
quien manda es responsable ante Dios de lo mandado.
Pero
otra cosa somos nosotros… ¡Cuánto nos cuesta obedecer! Y nos cuesta porque
estamos llamados a ser la cumbre de la creación. Se nos ha concedido ser
señores de todo lo creado aquí en la tierra, estamos creados para regir. Pero
lo que no entendemos o al menos entendemos mal, es que todo aquel que manda
tiene también un superior a quien obedecer. Todos a excepción de Dios: Principio
de autoridad. Y esta malinterpretación
de la autoridad en la que estamos sumidos se debe al Pecado Original, que ha
dejado en nosotros cicatrices entre las cuales se encuentra esa inclinación a
la desobediencia.
Ahora
bien. Sabiendo Dios lo mucho que nos cuesta obedecer, utiliza con nosotros la Pedagogía
Divina. Esta Pedagogía consiste en dar el ejemplo: Jesús, quien es Dios, nos da
la demostración más extrema de obediencia, una obediencia que conduce a la
muerte, a dar la vida entera asumiendo los sufrimientos más intensos. Y Jesús,
pese al miedo, al dolor, a la soledad obedece: “Padre, que no se haga mi voluntad sino la tuya”.
¿Y qué
gano yo obedeciendo? La salvación. Es así de simple: Tenemos que obedecer
porque no somos perfectos, y para hacer las cosas bien tenemos que recurrir a
otros que, en ciertas situaciones saben o son conscientes de lo que nosotros
no.
Hay
una frase que ilustra mucho mejor todo esto: “quien obedece nunca se equivoca”.
Y es así, el que se equivoca es el que ejerce la autoridad.
La
obediencia, como toda virtud, se adquiere con la repetición de actos, en este
caso actos de obediencia. Obedecer a nuestros padres, a nuestros profesores, a
aquellos que tienen más experiencia en esta o aquella situación.
Pero
¿Cuál es el límite de la obediencia? Así como el principio de autoridad es
Dios, también en Él encontramos los límites de la obediencia. Hay que obedecer
pero siempre y cuando no vaya en contra de los mandatos divinos.
Propongámonos
en este día hacer pequeños actos de obediencia que nos conduzcan a adquirir
esta virtud tan importante que está íntimamente adherida a nuestra salvación. Para
ello pidámosle a La Virgen María que nos enseñe a obedecer como seguramente le
enseñó a Jesús en su infancia.