lunes, 28 de febrero de 2011

Yo no creo en… los ateos


Ya es casualidad que Porthos y yo hayamos coincidido en el mismo tema en la misma semana, aunque, afortunadamente, en aspectos diferentes. Si él comentaba el lunes sobreaquellos católicos que se “enorgullecen” de tener amigos ateos, yo hoy expondré por qué no creo en los ateos, o para ser más precisos, por qué no creo en su ateísmo. He de advertir que todo lo que diga a continuación se referirá a la mayoría de ateos porque esa es mi experiencia, pero seguro que alguna excepción habrá, especialmente en lo que se refiere a la segundo punto.

Dicho esto, no creo por tres razones.

En primer lugar, no creo en ellos porque la mayoría lo son por comodidad. Piensan que vivir sin Dios en más fácil que con Él y, por tanto, sencillamente, “no creen”. Pero no han estudiado la cuestión seriamente (me da risa cuando alguno responde que fue a un colegio de curas). Si se les pregunta por sus motivos, dirán que la ciencia ha demostrado que Dios no existe (?), que las religiones son un mito (?), que la religión es un fenómeno ya superado (???)… o cualquier otra cosa que hayan oído por ahí, especialmente en la televisión.Pero pocos han dedicado el tiempo que merece a estudiar una cuestión tan trascendente; ni piensan hacerlo.

En segundo lugar, por su incansable empeño en desacreditar, incluso menospreciar, a los creyentes. Es como si les molestáramos, como si algo en sus conciencias les avisara de que somos un peligro o una amenaza. De ahí que los creyentes seamos pobres dogmáticos ignorantes, incapaces de razonar y necesitados de mitos donde agarrarnos para esconder nuestra inmadurez, mientras que ellos son reflexivas e inteligentes mentes, estandartes de la verdad, que devolverán al mundo la cordura perdida. Y yo me pregunto: ¿por qué esta manía contra la religión y los creyentes? Quizás sea lo del refrán de que “muerto el perro, se acabó la rabia”, que traducido a nuestro asunto viene a ser “muerta la religión, se acabó el problema de conciencia”.

Y en tercer lugar, porque no creer en Dios por considerarlo innecesario, inexistente, etc., les lleva a creer en cualquier cosa por ridícula que sea. Porque si Dios no existe ¿cómo explican la existencia del universo? ¿O, más aún, la misma Existencia? Qué es más absurdo ¿creer en un Ser creador o en una creación “autocreada”? ¿En un Ser que da comienzo a la historia o en una materia infinita? En definitiva lo de Chesterton.

En resumen, no creo en los ateos. Y ellos, faltaría más, son libres de no creer en mí…

Aramis

PD: hay un cuarto motivo por el que no creo en los ateos: es llamativo cuántos de ellos empiezan a “creer” cuando se acerca “su hora”. Será que le ven las orejas al lobo y que más vale tomar precauciones. Por si acaso.

FUENTE: http://www.religionenlibertad.com

CARTAS DEL DIABLO A SU SOBRINO (Lewis) VII


VII

Mi querido Orugario:

Me asombra que me preguntes si es esencial mantener al paciente ignorante de tu propia existencia. Esa pregunta, al menos durante la fase actual del combate, ha sido contestada para nosotros por el Alto Mando. Nuestra política, por el momento, es la de ocultarnos. Por supuesto, no siempre ha sido así. Nos encontramos, realmente, ante un cruel dilema. Cuan¬do los humanos no creen en nuestra existencia perdemos todos los agradables resultados del terrorismo directo, y no hacemos brujos. Por otra parte, cuando creen en nosotros, no podemos hacerles materialistas y escépticos. Al menos, no todavía. Ten¬go grandes esperanzas de que aprenderemos, con el tiempo, a emotivizar y mitologizar su ciencia hasta tal punto que lo que es, en efecto, una creencia en nosotros (aunque no con ese nombre) se infiltrará en ellos mientras la mente humana per¬manece cerrada a la creencia en el Enemigo. La «Fuerza Vital», la adoración del sexo, y algunos aspectos del Psicoanálisis pueden resultar útiles en este sentido. Si alguna vez llegamos a producir nuestra obra perfecta —el Brujo Materialista, el hom¬bre que no usa, sino meramente adora, lo que vagamente llama «fuerzas», al mismo tiempo que niega la existencia de «espíri¬tus»—, entonces el fin de la guerra estará a la vista. Pero, mientras tanto, debemos obedecer nuestras órdenes. No creo que tengas mucha dificultad en mantener a tu paciente en la ignorancia. El hecho de que los «diablos» sean predominante-mente figuras cómicas en la imaginación moderna te ayudará. Si la más leve sospecha de tu existencia empieza a surgir en su mente, insinúale una imagen de algo con mallas rojas, y per¬suádele de que, puesto que no puede creer en eso (es un viejo método de libro de texto de confundirles), no puede, en conse¬cuencia, creer en ti.

No había olvidado mi promesa de estudiar si deberíamos hacer del paciente un patriota extremado o un extremado pacifista. Todos los extremos, excepto la extrema devoción al Enemigo, deben ser estimulados. No siempre, claro; pero sí en esta etapa. Algunas épocas son templadas y complacientes, y entonces nuestra misión consiste en adormecerlas más aún. Otras épocas, como la actual, son desequilibradas e inclinadas a dividirse en facciones, y nuestra tarea es inflamarlas. Cual¬quier pequeña capillita, unida por algún interés que otros hombres detestan o ignoran, tiende a desarrollar en su interior una encendida admiración mutua, y hacia el mundo exterior, una gran cantidad de orgullo y de odio, que es mantenida sin vergüenza porque la «Causa» es su patrocinadora y se piensa que es impersonal. Hasta cuando el pequeño grupo está origi¬nariamente al servicio de los planes del Enemigo, esto es cierto. Queremos que la Iglesia sea pequeña no sólo para que menos hombres puedan conocer al Enemigo, sino también para que aquellos que lo hagan puedan adquirir la incómoda intensidad y la virtuosidad defensiva de una secta secreta o una «clique». La Iglesia misma está, por supuesto, muy defendida, y nunca hemos logrado completamente darle todas las características de una facción; pero algunas facciones subordinadas, dentro de ella, han dado a menudo excelentes resultados, desde los parti¬dos de Pablo y de Apolo en Corinto hasta los partidos Alto y Bajo dentro de la Iglesia Anglicana.

Si tu paciente puede ser inducido a convertirse en un objetor de conciencia, se encontrará inmediatamente un miembro de una sociedad pequeña, chillona, organizada e impopular, y el efecto de esto, en uno tan nuevo en la Cristiandad, será casi con toda seguridad bueno. Pero sólo casi con seguridad. ¿Tuvo dudas serias acerca de la licitud de servir en una guerra justa antes de que empezase esta guerra? ¿Es un hombre de gran valor físico, tan grande que no tendrá dudas semiconscientes acerca de los verdaderos motivos de su pacifismo? Si es ese tipo de hombre, su pacifismo no nos servirá seguramente de mucho, y el Enemigo probablemente le protegerá de las habituales consecuencias de pertenecer a una secta. Tu mejor plan, en ese caso, sería procurar una repentina y confusa crisis emotiva de la que pudiera salir como un incómodo converso al patriotis¬mo. Tales cosas pueden conseguirse a menudo. Pero si es el hombre que creo, prueba con el pacifismo.

Adopte lo que sea, tu principal misión será la misma. Déjale empezar por considerar el patriotismo o el pacifismo como parte de su religión. Después déjale, bajo el influjo de un espíritu partidista, llegar a considerarlo la parte más importan¬te. Luego, suave y gradualmente, guíale hasta la fase en la que la religión se convierte en meramente parte de la «Causa», en la que el cristianismo se valora primordialmente a causa de las excelentes razones a favor del esfuerzo bélico inglés o del pacifismo que puede suministrar. La actitud de la que debes guardarte es aquella en la que los asuntos materiales son trata¬dos primariamente como materia de obediencia. Una vez que hayas hecho del mundo un fin, y de la fe un medio, ya casi has vencido a tu hombre, e importa muy poco qué clase de fin mundano persiga. Con tal de que los mítines, panfletos, políti¬cas, movimientos, causas y cruzadas le importen más que las oraciones, los sacramentos y la caridad, será nuestro; y cuanto más «religioso» (en ese sentido), más seguramente nuestro. Podría enseñarte un buen montón aquí abajo.

Tu cariñoso tío,

ESCRUTOPO

Una alemana va a prisión por negarse a que sus hijos reciban la educación sexual del Estado


Muy reciente es el caso de una madre de doce hijos llevada a la cárcel nada menos que por seis semanas por haberse negado a someter a tres de sus hijos a las lecciones de educación sexual impuestas por el ordenamiento escolar del Estado. Y no es la primera vez.
En septiembre de 2010 una madre de cuatro hijos estuvo cinco días en prisión y en el pasado agosto un padre de doce hijos pasó cuarenta por los mismos motivos. Igual suerte ha recaído también sobre la cabeza de otra madre (de nueve hijos, el mayor de 14 años y el más pequeño de 10 meses) la cual podría cumplir 21 días de cárcel, como también su marido. Sucede todo esto en la mismísima ciudad, en el mismísimo colegio y por el mismísimo motivo. Esto es, en Salzkotten, en el lan del norte de Reno-Westfalia, en la Alemania central, donde tiene la sede la escuela elemental Liborius donde están inscritos los hijos de muchas familias de fe cristiana baptista indignadas de cuanto les viene sucediendo. La cosa más chocante, sin embargo, es que la Liborius es sencillamente un colegio católico. Pero en Alemania es así: nadie puede sustraerse, y menos un colegio privado, a los programas de los colegios decididos por el Estado en los cuales desde 1970 está contemplada también aquella educación sexual que desde 1992 viene siendo enseñanza obligatoria para todos, hoy con parte “práctica”.
La guía del colegio para la sexualidad tiene previsto, además, un maratón de varios días del cual forman parte algunos espectáculos teatrales en los cuales los jovencísimos estudiantes están obligados a tomar parte en primera persona. Por lo demás Alemania es el país donde , en julio de 2007, estalló la bomba del Bundeszentrale für gesundheitliche Aufklärung (el Centro federal alemán de educación para la salud) donde una funcionaria del ministerio para Asuntos familiares difundió en el país dos folletos con los cuales se invitaba, digamos de modo desenvuelto, a los padres a “jugar a los médicos” con los propios niños (se trataba de dos libretos preparados con esmero para otras tantas etapas de edad: 12-36 meses y 4-6 años de edad) y sobre los cuales llovieron rápidamente las acusaciones de “pedofilia de estado”.
Ahora, en Salzkotten, sucede que diversas familias baptistas están desde hace años echando un pulso de hierro a la Liborius, pero en realidad al Estado Alemán, juzgando contrarias al propio credo religioso las clases de educación sexual propuestas (desde 2005) por el colegio y por ello oponiendo una resistencia pasiva fundada en la objeción de conciencia. Mejor, dicen , afrontar el delicado tema dentro de las paredes de casa. Y, sin embargo, desde 2006 la legislación alemana prohibe sin la más mínima excepción y reprime duramente todo concepto y práctica de “home-schooling”, aquel fenómeno sin embargo absolutamente legal y muy difundido, por ejemplo, en los Estados Unidos de América, donde la garantía de la escolarización y de la educación corresponde a los padres y a los tutores encargados ad hoc.
Hace pocas semanas ha llegado la policía a Salzkoten, ha levantado acta de acusación a la madre por sustracción del menor de la obligación escolar, ésta no ha pagado la multa impuesta y el caso ha concluido con 43 días de expulsión para la señora. Por lo demás, las familias acusadas no han violado la ley alemana sobre el “home-schooling”: pero han manifestado su intención de retirar completamente los hijos del colegio para educarlos privadamente, sencillamente los han retirado de una enseñanza de la sexualidad que, en conciencia, como el derecho internacional permite hacer a los padres, consideran moralmente inaceptable.
A la base de todo esto también están además dos casos “madre” que se remontan a Febrero de 2007. Wili y Anna Dojan son padres de 8 hijos, Eduard y Elisabeth Eischeidt tienen a su vez 3. Ambas familias son cristianas baptistas, ambas familias tenían simultaneamente una joven de once años, respectivamente Lilli y Franciska; ambas familias al mismo tiempo han debido, por decisión del colegio, someterse a un curso de 4 días de educación sexual incluyendo también una participación interactiva y obligatoria en el espectáculo MeinKörper
Gehört mir, es decir, “mi cuerpo me pertenece”. Probar, en suma, para aprender … El `padre y la madre entonces han visto con sus propios ojos y han pensado que sus hijos habrían merecido cualquier otra cosa. Nunca habrían imaginado que terminaría todo en los tribunales.
L’ Alliance Defense Fund (ADF), una organización estadounidense, nacida en 1994, para reunir asociaciones y abogados en defensa de la libertad religiosa a nivel internacional, ha llevado los casos de los Dojan y de los Eischeidt ante la Corte Europea de los derechos humanos. El abogado de la ADF que los defiende, Roger Kiska de Bratislava, sostiene que es un derecho sacrosanto de la familias, en este caso alemanas, el poder oponerse por motivos de conciencia a una enseñanza que evidentemente choca con la Convención Europea de los derechos humanos y de las libertades fundamentales (1950), concretamente el artículo 2 del Protocolo adicional aprobado el 20 de marzo de 1952 el cual establece: El derecho a la instrucción no puede ser rechazado por nadie. El Estado, en el ejercicio de las funciones que asume en el campo de la educación y de la enseñanza, debe respetar el derecho de los padres de asegurar tal educación y enseñanza según sus convicciones religiosas y filosóficas”.
Conjuntamente, la ADF está defendiendo actualmente también a cinco familias que se encuentran en la obligación en conciencia de resistir a una situación grave que cuando, hace pocas semanas , el Papa Benedicto XVI la ha denunciado abiertamente, todos se han sentido en el deber de hacer burlas.
Volvamos a Salzkotten, con el caso de la última madre encarcelada que circula sobre la wed ahora más que nunca, pero con una avaricia de noticias que deja la boca abierta. Que en un mundo sobresaturado de información una madre que vive en el corazón del mundo civilizado, a un tiro de piedra de nuestras telecámaras siempre ávidas de noticias y de nuestros periódicos siempre sensacionalistas, se pase un mes y medio en prisión por resistencia a un programa público de un colegio y que el hecho sea ignorado por los periodistas, es cuando menos desconcertante.

Traducción: José Martín

domingo, 27 de febrero de 2011

El suspendido juez Ferrín Calamita: «El ser católico inhabilita para ser juez de Familia»


Hace tres años el Juez Fernando Ferrín Calamita fue sentenciado e inhabilitado como juez, con una sentencia que fue considerada injusta, desproporcionada y un aviso a navegantes para los que pretendan ser mártires de la coherencia.

- ¿Cuántos años de pena le quedan? ¿Tiene intenciones de reincorporarse a la carrera judicial?
- Hoy, día 19 de febrero, cumplo tres años de pena. Me quedan siete, puesto que el tribunal supremo (así, con minúscula) me condenó a diez años de inhabilitación para ser juez. Y todo por tratar de indagar los efectos en una menor de tener dos “mamás”. Pero en febrero de 2018 no me podré reincorporar, puesto que requisito para ello es carecer de antecedentes penales, y la anotación que yo tengo en el Registro Central de Penados caduca a los tres años. Es decir, en febrero de 2021 podría solicitar mi reingreso al servicio activo.
La verdad es que si no renuncio a la carrera judicial es por mi mujer y mis siete hijos. No puedo tirar por la borda seis años de trabajo (los jueces nos jubilamos a los setenta años), y, por tanto, de cotización a la Seguridad Social.

- Lleva una larga trayectoria en la carrera judicial. ¿Por qué quiso ser juez?
- Este año 2011 cumpliría 25 años en la carrera judicial. Entré con toda la ilusión del mundo, dispuesto a servir, a ver personas con problemas (no papeles), e intentar resolverlos de la mejor manera posible; especialmente en el Juzgado de Familia, en donde se tocan verdaderos dramas humanos, en los que los verdaderos perjudicados son los niños.

Yo siempre, desde joven, quise estudiar Derecho y ser juez. Jamás se me ocurrió pensar que en la justicia había cloacas, y que jueces, abogados, fiscales, me iban a llamar por teléfono exigiéndome que me fuera del Juzgado; dinero, a cambio de retirar la querella; que mandara un escrito a un fax y archivarían el caso, etc.

- ¿Se esperaba usted lo qué le ha ocurrido? ¿Cree que ha sufrido un castigo por ser católico y cumplir como juez justo?
- A uno el “edificio”, todos los esquemas mentales, se le derrumban. ¿Cómo puede ser posible que me ocurra esto, con la Constitución que tenemos, en la que se dice que un juez es inamovible e independiente? Para esas personas, el ser católico inhabilita para ser juez de Familia. Increíble. Habrá que colocar al frente de tales Juzgados a robots, que no piensen. Al fin y al cabo, como para pedir el divorcio sólo hace falta que hayan transcurrido tres meses desde la celebración del divorcio, un ordenador puede perfectamente calcular el tiempo y “soltar” por la impresora la sentencia de divorcio. Y como hoy también hay tablas de cuantificación de las pensiones alimenticias para los hijos y compensatoria para la mujer (que es el principal caballo de batalla de los pleitos matrimoniales), nada obsta a sustituir como digo a los jueces de familia por robots o por buenos ordenadores: se introducen en el PC los datos relativos al número de hijos e ingresos de los progenitores, y el sistema calcula la pensión. Vendría muy bien, para ahorrar.

Yo tengo claro quién ha antepuesto sus ideas y/o se ha dejado presionar. Yo desde luego no he antepuesto mis creencias, y la prueba es que he dictado miles de sentencias de divorcio, aunque personalmente esté en contra del mismo. Acertaron en lo de católico porque estadísticamente la mayoría de los españoles lo somos, aunque si fuese verdad en la proporción que dicen las estadísticas, y fuésemos coherentes, “otro gallo nos cantaría”.

- Usted ha intentado defenderse judicialmente ¿podría detallarnos como ha sido el proceso?
- Dentro de unos días presentaré la demanda ante el Tribunal Europeo de Estrasburgo…y a esperar.
Todas las acciones legales emprendidas han fracasado. Ni siquiera se han admitido a trámite las querellas presentadas, salvo la dirigida contra el Gabinete Psicosocial del Juzgado (se admitió, se practicaron diligencias, y se ha archivado). No merece la pena, por lo visto, investigar si es cierto que el juez instructor del caso, Abadía Vicente, me mandó dos intermediarios amigos comunes para ofrecerme la posibilidad de librarme del banquillo y de una sentencia condenatoria si mandaba un fax comprometiéndome a marcharme de Murcia. Tampoco si J.L. Mazón me exigió a través de López Bernal y de Antonio Rentero 10.000 euros y que me fuera de Murcia para retirar la querella, a lo que el Fiscal Superior pondría el “visto”. No merece tampoco la pena que el Consejo General del Poder Judicial investigue la conducta de Juan Martínez Moya, el que concurriendo causa de abstención (por haberme incoado expediente por el mismo objeto, y que luego resulta que preside la Sala encargada de enjuiciarme), no lo hace (lo que es falta muy grave, por la que verbigracia expulsaron de la carrera judicial a una jueza de Marbella).

- ¿Qué opina sobre el estado de la Justicia?
- En fin. Es una pena cómo está la justicia. Sólo he tenido un juicio, por jueces parciales. El tribunal supremo no me motiva las razones de la agravación de la condena, (uno de ellos “off the record” reconoció mi inocencia), y el tribunal constitucional no me admite a trámite el recurso de amparo “por falta de relevancia constitucional”, sin decirme tampoco las razones…

Es como si a un policía le echan del Cuerpo por investigar un delito, sin darle explicaciones. Está cumpliendo su deber…

- ¿Ha tenido alguna respuesta de otros jueces ante lo ocurrido con Usted, o se ha sentido desprotegido?
- Un “hándicap” que he tenido: no pertenecer a ninguna asociación profesional. Pertenecí hace tiempo a la APM, pero a raíz del “acuerdo” al que llegó con Aznar (el cual en su programa propugnaba la vuelta al sistema de elección de los vocales del CGPJ anterior a 1985), me dí de baja. Un “compañero” afiliado a ella (miembro de ese tribunal supremo) me dijo que si me volvía a dar de alta “me protegerían”. No sé por qué me vino a la memoria la película “El padrino”.

- A propósito de lo que le ha ocurrido, ¿cree que es una anécdota desgraciada o es la tónica habitual en España?
- Lo dicho: qué pena de país. Lo dijo Alfonso Guerra hace 30 años: “a España no la va a reconocer ni la madre que la parió” y “el que se mueva no sale en la foto”. Yo, parece ser que me moví… Y me seguiré moviendo y luchando por mis derechos.



sábado, 26 de febrero de 2011

CARTAS DEL DIABLO A SU SOBRINO (Lewis) VI

VI

Mi querido Orugario:

Me encanta saber que la edad y profesión de tu cliente hacen posible, pero en modo alguno seguro, que sea llamado al servicio militar. Nos conviene que esté en la máxima incertidumbre, para que su mente se llene de visiones contradicto-rias del futuro, cada una de las cuales suscita esperanza o temor. No hay nada como el «suspense» y la ansiedad para parapetar el alma de un humano contra el Enemigo. Él quiere que los hombres se preocupen de lo que hacen; nuestro trabajo consiste en tenerles pensando qué les pasará.

Tu paciente habrá aceptado, por supuesto, la idea de que debe someterse con paciencia a la voluntad del Enemigo. Lo que el Enemigo quiere decir con esto es, ante todo, que debería aceptar con paciencia la tribulación que le ha caído en suerte: el «suspense» y la ansiedad actuales. Es sobre esto por lo que debe decir: «Hágase tu voluntad», y para la tarea cotidiana de soportar esto se le dará el pan cotidiano. Es asunto tuyo procu¬rar que el paciente nunca piense en el temor presente como en su cruz, sino sólo en las cosas de las que tiene miedo. Déjale considerarlas sus cruces: déjale olvidar que, puesto que son incompatibles, no pueden sucederle todas ellas, y déjale tratar de practicar la fortaleza y la paciencia ante ellas por anticipado. Porque la verdadera resignación, al mismo tiempo, ante una docena de diferentes e hipotéticos destinos, es casi imposible, y el Enemigo no ayuda demasiado a aquellos que tratan de alcanzarla: la resignación ante el sufrimiento presente y real, incluso cuando ese sufrimiento consiste en tener miedo, es mucho más fácil, y suele recibir la ayuda de esta acción directa.

Aquí actúa una importante ley espiritual. Te he explicado que puedes debilitar sus oraciones desviando su atención del Enemigo mismo a sus propios estados de ánimo con respecto al Enemigo. Por otra parte, resulta más fácil dominar el miedo cuando la mente del paciente es desviada de la cosa temida al temor mismo, considerado como un estado actual e indeseable de su propia mente; y cuando considere el miedo como la cruz que le ha sido asignada, pensará en él, inevitablemente, como en un estado de ánimo. Se puede, en consecuencia, formular la siguiente regla general: en todas las actividades del pensamien¬to que favorezcan nuestra causa, estimula al paciente a ser inconsciente de sí mismo y a concentrarse en el objeto, pero en todas las actividades favorables al Enemigo haz que su mente se vuelva hacia sí mismo. Deja que un insulto o el cuerpo de una mujer fijen hacia fuera su atención hasta el punto en que no reflexione: «Estoy entrando ahora en el estado llamado Ira... o el estado llamado Lujuria.» Por el contrario, deja que la reflexión: «Mis sentimientos se están haciendo más devotos, o más caritativos» fije su atención hacia dentro hasta tal punto que ya no mire más allá de sí mismo para ver a nuestro Enemigo o a sus propios vecinos.

En lo que respecta a su actitud más general ante la guerra, no debes contar demasiado con esos sentimientos de odio que los humanos son tan aficionados a discutir en periódicos cris¬tianos o anticristianos. En su angustia, el paciente puede, claro está, ser incitado a vengarse por algunos sentimientos vengati¬vos dirigidos hacia los gobernantes alemanes, y eso es bueno hasta cierto punto. Pero suele ser una especie de odio melodra¬mático o mítico, dirigido hacia cabezas de turco imaginarias. Nunca ha conocido a estas personas en la vida real; son maniquíes modelados en lo que dicen los periódicos. Los resultados de este odio fantasioso son a menudo muy decepcionantes, y de todos los humanos, los ingleses son, en este aspecto, los más deplorables mariquitas. Son criaturas de esa miserable clase que ostentosamente proclama que la tortura es demasiado bue¬na para sus enemigos, y luego le dan té y cigarrillos al primer piloto alemán herido que aparece en su puerta trasera.

Hagas lo que hagas, habrá cierta benevolencia, al igual que cierta malicia, en el alma de tu paciente. Lo bueno es dirigir la malicia a sus vecinos inmediatos, a los que ve todos los días, y proyectar su benevolencia a la circunferencia remota, a gente que no conoce. Así, la malicia se hace totalmente real y la benevolencia en gran parte imaginaria. No sirve de nada infla¬mar su odio hacia los alemanes si, al mismo tiempo, un perni¬cioso hábito de caridad está desarrollándose entre él y su ma¬dre, su patrón, y el hombre que conoce en el tren. Piensa en tu hombre como en una serie de círculos concéntricos, de los que el más interior es su voluntad, después su intelecto, y finalmen¬te su imaginación. Difícilmente puedes esperar, al instante, excluir de todos los círculos todo lo que huele al Enemigo; pero debes estar empujando constantemente todas las virtudes hacia fuera, hasta que estén finalmente situadas en el círculo de la imaginación, y todas las cualidades deseables hacia dentro, hacia el círculo de la voluntad. Sólo en la medida en que alcancen la voluntad y se conviertan en costumbres no son fatales las virtudes. (No me refiero, por supuesto, a lo que el paciente confunde con su voluntad, la furia y el apuro cons¬cientes de las decisiones y los dientes apretados, sino el verda¬dero centro, lo que el Enemigo llama el corazón.) Todo tipo de virtudes pintadas en la imaginación o aprobadas por el intelec¬to, o, incluso, en cierta medida, amadas y admiradas, no deja¬rán a un hombre fuera de la casa de Nuestro Padre: de hecho, pueden hacerle más divertido cuando llegue a ella. Tu cariñoso tío,

ESCRUTOPO

Una Misa en el Infierno

El invierno de 1941 fue uno de los más crudos de entre los que se guardan en los registros rusos. Mediado octubre cayeron las primeras nieves y, aunque después volvió a ascender algo el termómetro, durante la primera semana de diciembre –cuando los soviéticos lanzaron su contraofensiva contra la Wehrmacht a las afueras de Moscú-, el mercurio se desplomó, alcanzando los 32º C bajo cero. Y aún bajaría más.

Para el día de Navidad de 1941, los alemanes llevaban casi tres semanas retrocediendo en unas condiciones penosas, al borde de la extenuación; una increíble negligencia del mando militar les había privado de ropa de invierno y de abastecimientos y alimentos suficientes como para soportar aquellas condiciones extremas. El orgulloso ejército del verano y el otoño se había transformado en una abigarrada turbamulta de harapientos combatientes cubiertos por las más estrafalarias vestimentas, que se arrastraba lamentablemente en busca de cualquier cosa que pudiera servirle de cobijo.
Esa nochebuena, el teniente Schäufler, oficial de una unidad panzer en una pequeña localidad cercana a Orel, estaba resuelto a celebrar la festividad con una misa. Aunque había recibido un telegrama urgente notificándole la cercanía de tropas soviéticas en su sector, decidió ignorarlo. Y se dispuso a habilitar, junto con sus soldados, una iglesia derruida que los bolcheviques utilizaban como almacén desde hacías décadas, pero que aún guardaba intacto el esqueleto de su arquitectura.
Eso sí, había que despejar el medio metro de nieve que cubría el suelo. Después, tapar los inmensos agujeros que, por todas partes, generaban unas gélidas corrientes de aire que aterían al más pintado y, por último, arrancar los gigantescos carámbanos de hielo que cruzaban de parte a parte las ventanas sin cristales.
Cuando el capellán de la división llegó al templo, todo estaba más o menos dispuesto para la celebración. Se habían improvisado unos cirios y hasta algunos adornos navideños e incluso, con unas maderas, los soldados habían levantado un convincente altar. Ochenta hombres de uniforme se agolparon en la parte delantera de la iglesia, tiritando de frío, frente al sacerdote que, espectralmente iluminado por la titileante luz de las velas, pronto se vio coronado por la persistente nieve que se depositaba suave a través de uno de los boquetes de la techumbre.
Al poco de comenzada la ceremonia, y sin que los alemanes hubiesen advertido su llegada debido a la oscuridad reinante, el teniente Schäufler se percató de la presencia de una multitud de rostros -rudos e inexpresivos, situados tras los de sus soldados-, que le resultaron desconocidos. Aunque cada vez eran más numerosos, y al poco ya superaban con mucho a sus propias tropas, pronto pudo observar cómo aquellos ojos transmitían la emoción de la celebración pese a no entender una palabra de lo que allí se celebraba. No hacía falta. Aquellos seres humanos a los que muchos alemanes consideraban “infrahombres”, se estremecían al conjuro del nombre de Dios, del mismo modo que lo hacían ellos mismos.
Acostumbrados los ojos a la penumbra, Schäufler también observó que, al fondo de la iglesia, se daba cita otro grupo de hombres cuya apariencia era en todo distinta a la de los campesinos; su angustia creció cuando, tras recordar el telegrama en el que se le notificaba la presencia de fuerzas soviéticas en la región, al que había hecho caso omiso, adquirió la convicción de que se trataba, en efecto, de miembros del ejército rojo. Fijó su atención en uno de ellos que permanecía algo al margen, y cuyo rostro revelaba un odio inequívoco. Bajo el confortable abrigo con el que se equipaba el bolchevique, asomaban unas cuidadas botas de oficial.
El capellán impartió la bendición final, y a continuación se hizo un silencio sepulcral. Entonces, un fraseo de armónica rasgó el silencio nocturno, seguido por el susurro de aquellos guerreros vestidos de feldgrau, que entonaron con inmensa devoción las palabras del “Stille Nacht”, el germano y conmovedor “Noche de Paz”. Schäufler creyó ver lágrimas en los rostros de algunos de sus hombres e, increíblemente, advirtió cómo el oficial soviético se destocaba y dejaba la iglesia seguido por sus hombres, también descubiertos.
Terminada la ceremonia, Schäufler dirigió a los soldados a sus puestos con cierta premura, en el temor de que pudiera suceder lo peor. Cerciorado de que el último de sus hombres había abandonado el recinto, el teniente salió del ruinoso templo para encontrarse, repentinamente, en el pórtico derruido al oficial soviético, que le aguardaba indeciso.
En la oscura penumbra heladora, se miraron a los ojos durante unos interminables segundos, y el ruso masculló como para sí: “Christus ist geboren!”
Tendió entonces la mano a Schäufler amistosa y espontáneamente, y el alemán correspondió estremecido. El ruso se reafirmó, con alguna solemnidad: “Christus ist geboren!”. A continuación dio media vuelta, y desapareció en las sombras de aquella terrible y hermosa noche de invierno en que la nieve se amontonaba hasta alcanzar la cintura.
Sí, “había nacido Jesucristo”. Para los rusos, para los alemanes y para todos los hombres aunque, en contra de las enseñanzas del niño que esa noche nacía, anduviesen éstos despedazándose los unos a los otros.

Fernando Paz

La Justicia canadiense ordena la muerte de un bebé de 13 meses y los padres buscan el milagro

Los padres de Joseph Maraachli, un bebé de sólo 13 meses de edad que padece una enfermedad neurológica degenerativa grave, buscan un milagro luego que la corte canadiense ordenara a los médicos que lo atienden a desconectar el próximo lunes 28 de febrero el tubo de respiración y causarle la muerte por asfixia.
Moe y Sana Maraachli han rechazadola condena de muerte contra su hijo, y han pedido a los médicos que practiquen una traqueotomía al bebé para llevárselo a casa en lugar de que enfrente una muerte dolorosa.
Ante la negativa de los médicos, los Maraachli buscan que un hospital en Estados Unidos reciba a su hijo para intentar una recuperación milagrosa.
Según informa FoxNews.com, el bebé se encuentra en estado de inconciencia permanente desde octubre y los médicos no dan esperanzas a sus padres.
"Creo en mi hijo. Nunca permitiré que mi hijo muera en la forma que quieren los médicos", explicó Moe Maraachli a Fox News y señaló que el retiro del ventilador le causará una muerte muy dolorosa.
"Él es un ser humano. Él tiene derecho a luchar", agregó en ones al programa "América en vivo con Megyn Kelly" y reiteró su deseo de llevar a su hijo moribundo a casa para que pase ahí sus últimos días.
Los Maraachli tuvieron una hija hace ocho años que presentó la misma enfermedad pero a ella sí le practicaron una traqueotomía y murió en su casa. Esperan que Joseph tenga la misma oportunidad.
"Mi hijo no tiene muerte cerebral. Sabemos que tiene sentimientos, sabemos que tiene dolor. Como padre, quiero luchar por mi bebé", agregó Moe en declaraciones al diario The Windsor Star.

viernes, 25 de febrero de 2011

El Ordinariato anglicano de Estados Unidos se extiende a los anglo-luteranos




El sitio web The Anglo-Catholic publica hoy un correo electrónico escrito por el reverendo Irl A. Gladfelter, metropolitano de la iglesia anglo-luterana católica, en el cual afirma la decisión de su comunidad – que cuenta con alrededor de 11000 miembros en el mundo – de formar parte del futuro Ordinariato norteamericano para los anglicanos que se unen a la Iglesia Católica según las provisiones de la Anglicanorum Coetibus.


El 13 de mayo del 2009, la iglesia anglo-luterana católica (ALCC) envió una carta al Cardenal Walter Kasper, presidente del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos, declarando que la ALCC “desea deshacer los errores del padre Martín Lutero y regresar a la única, santa y verdadera Iglesia Católica establecida por nuestro Señor Jesucristo sobre el bienaventurado San Pedro”. Dicha carta fue redirigida a la Congregación para la Doctrina de la Fe, y la Congregación envió en junio del 2009 una respuesta a la ALCC en la que aseguraba que la petición de comunión plena estaba siendo seriamente estudiada.

No obstante esto, cuando el Santo Padre, el Papa Benedicto XVI, publicó gentilmente la constitución Anglicanorum Coetibus en noviembre del mismo año, la ALCC no respondió inmediatamente como hicieron otros. En lugar de esto, la ALCC – siendo de herencia luterana – alabó a Dios por la constitución apostólica y por el don ofrecido a nuestros hermanos y hermanas anglicanos, pero continuó aguardando con la esperanza de que nuetra petición también sería pronto concedida.

Sorpresivamente, en octubre del 2010, la ALCC recibió una carta del Arzobispo Luis Ladaria, secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, informando a la ALCC que había sido designado para los Estados Unidos un delegado episcopal, el Cardenal Donald Wuerl, para asistir a dicha Congregación en la implementación de la Anglicanorum Coetibus (el Cardenal Wuerl era aún arzobispo por entonces). La carta agrega que “al tiempo que procedemos a la erección de los Ordinariatos, les invitamos a contactarse directamente con el Arzobispo Wuerl…”. La ALCC respondió humildemente con un sonoro “sí”, enviando una carta al Cardenal Wuerl en cumplimiento de lo propuesto en la correspondencia con la Congregación para la Doctrina de la Fe, pidiendo ser parte de esta maravillosa reunificación dentro del Cuerpo de Cristo.


Es con gran gozo y profunda gratitud que la ALCC hace conocer su intención de ingresar en el Ordinariato norteamericano bajo las provisiones de la Anglicanorum Coetibus, y espera con ansias servir, junto con todos nuestros hermanos y hermanas en Cristo, para deshacer la Reforma y restaurar la unidad visible y corporativa de la Iglesia de Cristo, Una, Santa, Católica y Apostólica.


Fuente: The Anglo-Catholic


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

Una secta denuncia al Papa ante el Tribunal Penal de La Haya por «crímenes contra la humanidad»

Por liderar un «régimen mundial totalitario de coacción», por oponerse al preservativo y por amparar los «delitos sexuales cometidos por sacerdotes».

Dos abogados alemanes, vinculados con una secta religiosa de ese país, presentaron una denuncia contra el Papa Benedicto XVI ante el Tribunal Penal Internacional (TPI) de La Haya, acusándole de tres crímenes contra la humanidad, informa Ansa.

La denuncia -presentada el pasado 14 de febrero ante el argentino Luis Moreno Ocampo, fiscal del TPI, el martes- es un documento de 51 páginas, preparado por Christian Sailer y Gert-Joachim Hetzel, abogados de Marktheidenfeld, en Baviera (sur de Alemania).

En el documento se explican cuáles son los "tres crímenes mundiales que hasta ahora no habían sido denunciados, exclusivamente a causa de (...) la tradicional reverencia hacia la autoridad eclesiástica, que ha oscurecido el sentido de lo justo y lo equivocado".

El primer presunto crimen consiste en "el mantenimiento y el liderazgo de un régimen mundial totalitario de coerción, que somete sus propios miembros a través de amenazas aterradoras y peligrosas para la salud".

El segundo es "la adhesión a una prohibición moral del uso de preservativos, aún cuando existe el peligro de infección de HIV-SIDA", y el tercero concierne a "la constitución y el mantenimiento de un sistema mundial de cobertura de los crímenes sexuales cometidos por sacerdotes católicos y su tratamiento preferencial, que puede alentar a nuevos crímenes".

No es la primera vez que Sailer y Hetzel presentan una causa judicial de aspecto inusual: en el 2000 realizaron una solicitud ante la entonces ministra alemana para la Familia, Christine Bergmann, pidiéndole que clasificara la Biblia como libro inadecuado para los niños, a causa de su contenido -a su juicio- brutal y racista. El pedido no fue atendido por la ministra.

Los dos abogados pertenecen a la secta internacional "Universal Life", grupo que sigue las enseñanzas del autoproclamado “profeta” Gabriele Wittek, que afirma haber recibido de Jesucristo la misión de fundar un grupo religioso. El grupo sectario afirma tener contactos con seres extraterrestres.


FUENTE: http://www.religionenlibertad.com

Campaña pro Controversia en Nueva York por el anuncio «El lugar más peligroso para un afroamericano es el útero»

Campaña pro-vida contra la abortista Planned Parenthood

Una niña negra, con mirada inocente y vestido rosa, mira a los peatones y a los automovilistas desde una valla publicitaria como pidiendo compasión. Encima de ella, el cartel proclama sin rodeos: "El lugar más peligroso para un afroamericano es el útero".

El anuncio, sufragado por el grupo antiabortista de´Texas Life Always´, ha traído la controversia a las calles de Nueva York. El concejal demócrata Charles Barron ha sido el primero en denunciarlo como "racista" y ha pedido al Ayuntamiento que intervenga para quitarlo de la vista.

La valla estará, sin embargo, provisionalmente durante tres semanas en un cruce estratégico y muy transitado en el Soho, en la Sexta Avenida a la altura de la calle Watts.

"Estoy de acuerdo en que hemos ido muy lejos, pero es que la situación ha llegado ya demasiado lejos", se defiende el reverendo Derek McCoy, miembro de la directiva de Life Always. "La proporción de abortos entre la comunidad negra es alarmante, y es eso lo que estamos denunciando".

Los afroamericanos son el 12,8% de la población y sin embargo contabilizan el 36% de los abortos que se practican en Estados Unidos. En Nueva York, la proporción crece hasta casi la mitad. Un embrión ´negro´ tiene tres veces más posibilidades de ser ´abortado´ que un embrión ´blanco´, según datos de Life Always.

La campaña está especialmente dirigida contra la labor desarrollada por las clínicas del grupo de planificación familiar Planned Parenthood en las barriadas pobres de las grandes ciudades, donde se registra el mayor número de interrupciones voluntarias del embarazo.

"La valla publicitaria es ofensiva y discriminatoria", ha replicado Joan Malin, portavoz dePlanned Parenthood en Nueva York. "Se trata de un esfuerzo para estigmatizar y humillar a las mujeres afroamericanas".

"Quería verlo con mis propios ojos para poder creerlo", asegura Scott Moreland, un taxista afroamericano que decidió desviarse de su ruta para tomar una instantánea del cartel con su teléfono móvil. "Se lo voy a enseñar a mi mujer esta noche, pero sé perfectamente lo que va a pensar: es indignante".

"Es la pura verdad, expresada de una manera muy clara", se defiende por su parte Chris Slattery, al frente del grupo antiabortista Mother Care FrontLine. "Los datos hablan por sí mismos: desde 1973 han habido más de 13 millones de abortos entre los afroamericanos, comparados con los 2,2 millones de muertes por enfermedades cardíacas o las 300.000 por accidentes y muertes violentas".


FUENTE: http://www.religionenlibertad.com

CARTAS DEL DIABLO A SU SOBRINO (Lewis) V


V

Mi querido Orugario:

Es un poquito decepcionante esperar un informe detallado de tu trabajo y recibir, en cambio, una tan vaga rapsodia como tu última carta. Dices que estás «delirante de alegría» porque los humanos europeos han empezado otra de sus guerras. Veo muy bien lo que te ha sucedido. No estás delirante, estás sólo borracho. Leyendo entre las líneas de tu desequilibrado relato de la noche de insomnio de tu paciente, puedo reconstruir tu estado de ánimo con bastante exactitud. Por primera vez en tu carrera has probado ese vino que es la recompensa de todos nuestros esfuerzos —la angustia y el desconcierto de un alma humana—, y se te ha subido a la cabeza. Apenas puedo repro¬chártelo. No espero encontrar cabezas viejas sobre hombros jóvenes. ¿Respondió el paciente a alguna de tus terroríficas visiones del futuro? ¿Le hiciste echar unas cuantas miradas autocompasivas al feliz pasado? ¿Tuvo algunos buenos escalo¬fríos en la boca del estómago? Tocaste bien el violín, ¿no? Bien, bien, todo eso es muy natural. Pero recuerda, Orugario, que el deber debe anteponerse al placer. Si cualquier indulgencia pre¬sente para contigo mismo conduce a la pérdida final de la presa, te quedarás eternamente sediento de esa bebida de la que tanto estás disfrutando ahora tu primer sorbo. Si, por el contrario, mediante una aplicación constante y serena, aquí y ahora, logras finalmente hacerte con su alma, entonces será tuyo para siempre: un cáliz viviente y lleno hasta el borde de desesperación, horror y asombro, al que puedes llevar los labios tan a menudo como te plazca. Así que no permitas que ningu¬na excitación temporal te distraiga del verdadero asunto de minar la fe e impedir la formación de virtudes. Dame, sin fal¬ta, en tu próxima carta, una relación completa de las reaccio¬nes de tu paciente ante la guerra, para que podamos estudiar si es más probable que hagas más bien haciendo de él un patriota extremado o un ardiente pacifista. Hay todo tipo de posibi¬lidades. Mientras tanto, debo advertirte que no esperes dema¬siado de una guerra.

Por supuesto, una guerra es entretenida. El temor y los sufrimientos inmediatos de los humanos son un legítimo y agradable refresco para nuestras miradas de afanosos trabaja¬dores. Pero ¿qué beneficio permanente nos reporta, si no hace-mos uso de ello para traerle almas a Nuestro Padre de las Pro¬fundidades? Cuando veo el sufrimiento temporal de humanos que al final se nos escapan, me siento como si me hubiese permitido probar el primer plato de un espléndido banquete y luego se me hubiese denegado el resto. Es peor que no haberlo probado. El Enemigo, fiel a Sus bárbaros métodos de combate, nos permite contemplar la breve desdicha de Sus favoritos sólo para tantalizarnos y atormentarnos... para mofarse del hambre insaciable que, durante la fase actual del gran conflicto, Su bloqueo nos está imponiendo. Pensemos, pues, más bien cómo usar que cómo disfrutar esta guerra europea. Porque tiene ciertas tendencias inherentes que, por sí mismas, no nos son nada favorables. Podemos esperar una buena cantidad de cruel¬dad y falta de castidad. Pero, si no tenemos cuidado, veremos a millares volviéndose, en su tribulación, hacia el Enemigo, mientras decenas de miles que no llegan a tanto ven su aten¬ción, sin embargo, desviada de sí mismos hacia valores y causas que creen más elevadas que su «ego». Sé que el Enemigo desa¬prueba muchas de esas causas. Pero ahí es donde es tan injusto.

A veces premia a humanos que han dado su vida por causas que Él encuentra malas, con la excusa monstruosamente sofista de que los humanos creían que eran buenas y estaban haciendo lo que creían mejor. Piensa también qué muertes tan indesea¬bles se producen en tiempos de guerra. Matan a hombres en lugares en los que sabían que podían matarles y a los que van, si son del bando del Enemigo, preparados. ¡Cuánto mejor para nosotros si todos los humanos muriesen en costosos sanatorios, entre doctores que mienten, enfermeras que mienten, amigos que mienten, tal y como les hemos enseñado, prometiendo vida a los agonizantes, estimulando la creencia de que la enferme¬dad excusa toda indulgencia e incluso, si los trabajadores saben hacer su tarea, omitiendo toda alusión a un sacerdote, no sea que revelase al enfermo su verdadero estado! Y cuan desastroso ,es para nosotros el continuo acordarse de la muerte a que obliga la guerra. Una de nuestras mejores armas, la mundanidad satisfecha, queda inutilizada. En tiempo de guerra, ni si¬quiera un humano puede creer que va a vivir para siempre.

Sé que Escarárbol y otros han visto en las guerras una gran ocasión para atacar a la fe, pero creo que ese punto de vista es exagerado. A los partidarios humanos del Enemigo, Él mismo les ha dicho claramente que el sufrimiento es una parte esencial de lo que Él llama Redención; así que una fe que es destruida por una guerra o una peste no puede haber sido realmente merecedora del esfuerzo de destruirla. Estoy hablando ahora del sufrimiento difuso a lo largo de un período prolongado como el que la guerra producirá. Por supuesto, en el preciso momento de terror, aflicción o dolor físico, puedes coger a tu hombre cuando su razón está temporalmente suspendida. Pero incluso entonces, si pide ayuda al cuartel general del Enemigo, he descubierto que el puesto está casi siempre defendido.

Tu cariñoso tío,

ESCRUTOPO

Las Virtudes Fundamentales: Introducción



por Josef Pieper



Introducción
La Imagen Cristiana del Hombre


La imagen del hombre en general

La segunda parte de la Summa theologica del Doctor Común de la Iglesia, que se refiere a la Teología moral, comienza con esta frase: «Puesto que el hombre fue creado a semejanza de Dios, después de tratar de El, modelo originario, nos queda por hablar de su imagen, el hombre». Sucede con esta frase lo que con tantas otras de Santo Tomás: la evidencia con que la expresa, sin darle gran relieve, oculta fácilmente el hecho de que su contenido no es de ningún modo evidente. Esta primera proposición de la Teología moral refleja un hecho del que los cristianos de hoy casi han perdido la conciencia: que la moral es, sobre todo y ante todo, doctrina sobre el hombre; que tiene que hacer resaltar la idea del hombre y que, por tanto, la moral cristiana tiene que tratar de la imagen verdadera del mismo hombre. Esta realidad era algo muy natural para la cristiandad de la Alta Edad Media. De esta concepción básica, cuya evidencia ya se había puesto en duda, como indica su formulación polémica, nació, dos siglos después de Santo Tomás de Aquino, la frase de Eckhart: “Las personas no deben pensar tanto lo que han de hacer como lo que deben ser”. Sin embargo, la moral, y sobre todo su enseñanza, perdieron después, en gran parte, estas perspectivas por causas difíciles de comprender y aquilatar, hasta tal punto que incluso aquellos textos de Teología moral que pretendían estar expresamente escritos según el espíritu de Santo Tomás diferían de él en este punto capital. Esto explica algunas causas del porqué al cristiano medio de hoy apenas se le ocurre pensar que en moral pueda conocerse algo sobre el verdadero ser del hombre, sobre la idea del hombre. Al contrario, asociamos el concepto de moral la idea de una doctrina del hacer y, sobre todo, del no-hacer, del poder y no-poder, de lo mandado y lo prohibido. La primera doctrina teológico-moral del Doctor Común es ésta: «La moral trata de la idea verdadera del hombre». Naturalmente que también ha de tratar del hacer, de obligaciones, mandamientos y pecados; pero su objeto primordial, en que se basa todo lo demás, es el verdadero ser del hombre, la idea del hombre bueno.


La Imagen Cristiana del Hombre y la Moral en Santo Tomás de Aquino

La respuesta a la cuestión de la imagen auténtica del hombre cristiano puede concretarse en una frase; más aún: en una palabra: Cristo. El cristiano debe ser «otro Cristo»; debe ser perfecto como lo es el Padre; pero este concepto de perfección cristiana es infinitamente amplio, y por eso mismo es difícil de aclarar: requiere, por tanto, la concreción y exige una interpretación. Sin tal interpretación, que se apoye en la esencia empírica del hombre y en la realidad, estaría expuesto continuamente al abuso y al error por una sobresaturación contraria a su esencia. No es posible pasar, sin más ni más, de la situación concretísima del hacer al último y más alto ideal de la perfección. Precisamente a estas palabras de la Escritura: «Sed perfectos como vuestro Padre que está en los Cielos», a esta formulación de la imagen ideal del cristiano ha preferido el cuarto Concilio de Letrán su célebre tesis de la analogia entis: «Inter Creatorem et creaturam non potest tanta similitudo notari, quin inter eos maior sit dissimilitudo notanda». (No se puede señalar entre Creador y criatura una semejanza tan grande, que impida observar entre ellos una desemejanza mucho mayor). Esta frase se opone a la idea de un «endiosamiento» demasiado inmediato del hombre. El hombre, así como el perfecto cristiano, permanece criatura, esto es, ser finito aun en la vida eterna. Existe, ciertamente, más de una posibilidad legítima de interpretar esta idea verdadera del cristiano no sólo histórica, sino también teóricamente. Así existirá una forma occidental y otra oriental de interpretar esta idea cristiana del hombre. Santo Tomás de Aquino, el gran maestro de la cristiandad occidental, expreso la idea cristiana del hombre en siete tesis que cabe formular de la siguiente forma:

Primero. El cristiano es un hombre que, por la fe, llega al conocimiento de la realidad del Dios uno y trino.

Segundo. El cristiano anhela —en la esperanza— la plenitud definitiva de su ser en la vida eterna.

Tercero. El cristiano se orienta —en la virtud teologal de la caridad—hacia Dios y su prójimo con una aceptación que sobrepasa toda fuerza de amor natural.

Cuarto. El cristiano es prudente, es decir, no deja enturbiar su visión de la realidad por el sí o el no de la voluntad, sino que hace depender el sí o el no de ésta de la verdad de las cosas.

Quinto. El cristiano es justo, es decir, puede vivir en la verdad con el prójimo; se sabe miembro entre miembros en la Iglesia, en el Pueblo y en toda Comunidad.

Sexto. El cristiano es fuerte, es decir, está dispuesto a sacrificarse y, si es preciso, aceptar la muerte por la implantación de la justicia.

Séptimo. El cristiano es comedido, es decir, no permite que su ambición y afán de placer llegue a obrar desordenadamente y antinaturalmente.

En estas siete tesis se refleja que la moral de la teología clásica, como exposición de la idea del hombre, es esencialmente una doctrina de las virtudes; interpreta las palabras de la Escritura acerca de la perfección mediante la imagen séptuple de las tres virtudes teologales y las cuatro cardinales. El devolver a su forma original a la conciencia universal de nuestra época la imagen grandiosa del hombre, que está ya descolorida, y, lo que es peor, desfigurada, no es tarea que carezca de importancia, a mi parecer. La razón no es precisamente un interés «histórico», sino más bien porque esta interpretación de la idea del hombre no sólo se conserva válida, sino que para nosotros es vital afirmarla y contemplarla de nuevo con claridad.

Quisiera intentar ahora la definición, con algunas observaciones, de los contornos de esta imagen dentro del cuadro de las cuatro virtudes cardinales, y especialmente donde me parezca que haya quedado descolorida o desfigurada.


El Concepto de Virtud y la Jerarquía entre las Virtudes

Para comenzar, hay que decir algo sobre el concepto de virtud. Hace unos años precisamente Paul Valéry pronunció en la Academia Francesa un discurso sobre la virtud. En este discurso se nos dice: «Virtud, señores, la palabra 'virtud', ha muerto o, por lo menos, está a punto de extinguirse... A los espíritus de hoy no se muestra como la expresión de una realidad imaginable de nuestro presente... Yo mismo he de confesarlo: no la he escuchado jamás, y, es más, sólo la he oído mencionar en las conversaciones de la sociedad como algo curioso o con ironía. Podría significar esto que frecuento una sociedad mala si no añadiese que tampoco recuerdo haberla encontrado en los libros más leídos y apreciados de nuestros días; finalmente, me temo no exista periódico alguno que la imprima o se atreva a imprimirla con otro sentido que no sea el del ridículo. Se ha llegado a tal extremo, que las palabras 'virtud' y 'virtuoso' sólo pueden encontrarse en el catecismo, en la farsa, en la Academia y en la opereta». El diagnóstico de Valéry es indiscutiblemente verdadero, pero no debe extrañarnos demasiado. En parte se trata, seguramente, de un fenómeno natural del destino de las «grandes palabras». En efecto, ¿por qué no han de existir, en un mundo descristianizado, unas leyes lingüísticas demoníacas, merced a las cuales lo bueno le parezca al hombre, en el lenguaje, como algo ridículo?.

Aparte de esta última posibilidad, digna de tomarse en serio, no hay que olvidar que la literatura y la enseñanza de la moral no han hecho que el hombre corriente capte con facilidad el verdadero sentido y realidad del concepto «virtud».

La virtud no es la «honradez» y «corrección» de un hacer u omitir aislado. Virtud más bien significa que el hombre es verdadero, tanto en el sentido natural como en el sobrenatural. Incluso, dentro de la misma conciencia universal cristiana, hay dos posibilidades peligrosas de confundir el concepto de virtud: primero, la moralista, que aísla la acción, la «realización», la «práctica» y las independiza frente a la existencia vital del hombre. Segundo, la supernaturalista, que desvaloriza el ámbito de la vida bien llevada, de lo vital y de la honradez y decencia natural. Virtud, en términos completamente generales, es la elevación del ser en la persona humana. La virtud es, como dice Santo Tomás, ultimum potentiae, lo máximo a que puede aspirar el hombre, o sea, la realización de las posibilidades humanas en el aspecto natural y sobrenatural.

El hombre virtuoso es tal que realiza el bien obedeciendo a sus inclinaciones más íntimas.

Casi tan importante como su concepto exacto es el examen del verdadero orden de categorías entre las virtudes. Se ha hablado mucho del carácter «heroico» del cristianismo o del concepto «heroico» de la existencia, como rango esencial de la vida cristiana. Estas formulaciones sólo son correctas a medias. La virtud primera y característica del cristiano es el amor sobrenatural hacia Dios y su prójimo, y todas las virtudes teologales están por encima de las cardinales.Del sentido de la fortaleza no ha escapado a aquella interpretación «heroística» verdadera a medias y, por tanto, falsa a medias, aun cuando el objetivo principal era demostrar que la fortaleza no está en primer lugar, sino en el tercero entre las virtudes cardinales. Incluso mi obrita


Prudencia

La primera entre las virtudes cardinales es la prudencia. Es más: no sólo es la primera entre las demás, iguales en categoría, sino que, en general, «domina» a toda virtud moral.

Esta afirmación de la supremacía de la prudencia, cuyo alcance apenas somos capaces de comprender, encierra algo más que un orden más o menos casual entre las virtudes cardinales. Expresa, en términos generales, la concepción básica de la realidad, referida a la esfera de la moral: el bien presupone la verdad, y la verdad el ser. ¿Qué significa, pues, la supremacía de la prudencia?. Quiere decir solamente que la realización del bien exige un conocimiento de la verdad. «Lo primero que se exige de quien obra es que conozca », dice Santo Tomás. Quien ignora cómo son y están verdaderamente las cosas no puede obrar bien, pues el bien es lo que está conforme con la realidad. Me apresuro a añadir que el «saber» no debe entenderse con el criterio cientifista de las ciencias experimentales modernas, sino que se refiere al contacto efectivo con la realidad objetiva. La revelación, por ejemplo, da a este contacto un fundamento más elevado que el científico. También pertenecen a la prudencia la «docilidad», es decir, la unión sumisa con el verdadero conocimiento de la realidad de un espíritu superior. El conocimiento objetivo de la realidad es, pues, decisivo para obrar con prudencia. El prudente contempla, por una parte, la realidad objetiva de las cosas y, por otra, el «querer» y el «hacer»; pero, en primer lugar, la realidad, y en virtud y a causa de este conocimiento de la realidad determina lo que debe y no debe hacer. De esta suerte, toda virtud depende, en realidad, de la prudencia y todo pecado es, en cierta manera, una contradicción de la prudencia: «omne peccatum opponitur prudentiae».

Nuestro lenguaje usual, que es también el del pensamiento, se ha apartado bastante de este estado de cosas. Lo prudente nos parece, antes que la presuposición, la circunvalación del bien. Nos cuesta pensar que ser justo y veraz suponga siempre y esencialmente la «prudencia». Prudencia y fortaleza parecen ser poco menos que irreconciliables, ya que la fortaleza es, la mayoría de las veces, «imprudente». Conviene, sin embargo, recordar que el sentido propio y verdadero de esta dependencia es el de que la acción justa y fuerte y toda acción buena, en general, sólo es tal en cuanto responde a la verdad, creada por Dios, de las cosas reales y esta verdad se manifiesta de forma fecunda y decisiva en la virtud de la prudencia.

Esta doctrina de la supremacía de la prudencia encierra una importancia práctica enorme. Comprende, por ejemplo, el axioma pedagógico: «La educación y autoeducación, en orden a la emancipación moral, han de tener su fundamento en la respectiva educación y autoeducación de la virtud de la prudencia, es decir, en la capacidad de ver objetivamente las realidades que conciernen a nuestras acciones y hacerlas normativas para el obrar, según su índole e importancia». Además, la doctrina clásica de la virtud de la prudencia encierra la única posibilidad de vencer interiormente el fenómeno contrario: el moralismo. La esencia del moralismo, tenido por muchos por una doctrina especialmente cristiana, consiste en que disgrega el ser y el deber; predica un «deber», sin observar y marcar la correlación de este deber con el ser. Sin embargo, el núcleo y la finalidad propia de la doctrina de la prudencia estriba precisamente en demostrar la necesidad de esta conexión entre el deber y el ser, pues en el acto de prudencia, el deber viene determinado por el ser. El moralismo dice: el bien es el deber, porque es el deber. La doctrina de la prudencia, por el contrario, dice: el bien es aquello que está conforme con la realidad. Es importante observar claramente la conexión íntima que aquí resalta entre el moralismo «cristiano» y el voluntarismo moderno. Las dos doctrinas tienen un parentesco bastante más acusado de lo que a primera vista parece y aún puede indicarse aquí un tercer parentesco «práctico» y «actual». El fondo de equidad y objetividad de la doctrina clásica de la prudencia encontró su expresión en la frase magníficamente sencilla de la Edad Media: «Sabio es el hombre a quien las cosas le parecen tal como realmente son». Un resultado de la psicología, o mejor dicho, psiquiatría moderna, que a mi parecer nunca ponderaremos demasiado, hace resaltar cómo un hombre al que las cosas no le parecen tal como son, sino que nunca se percata más que de sí mismo porque únicamente mira hacia sí, no sólo ha perdido la posibilidad de ser justo (y poseer todas las virtudes morales en general), sino también la salud del alma. Es más: toda una categoría de enfermedades del alma consisten esencialmente en esta «falta de objetividad» egocéntrica. A través de estas experiencias se arroja una luz que confirma y hace resaltar el realismo ético de la doctrina de la superioridad de la prudencia. La prudencia es uno de los «lugares» del espíritu en que se hace visible la misteriosa conexión entre salud y santidad, enfermedad y pecado. Una doctrina del alma (psicología) que no haga, a sabiendas, caso omiso de estas realidades podrá adquirir, seguramente, desde esta posición, una visión de relaciones muy hondas.

El concepto central caracteriológico de la autosugestión (que no es otra cosa que una falta de objetividad voluntaria en la visión de la realidad), así como el concepto sociológico de «ideología», enteramente paralelo, podrían ser «descubiertos» por la doctrina de la prudencia de una forma enteramente sorprendente. Mas aquí sólo nos es posible indicar lo ya dicho.


Justicia

Prudencia y justicia están más íntimamente ligadas de lo que pueda parecer a primera vista. Justicia, decíamos, es la capacidad de vivir en la verdad «con el prójimo». No es, sin embargo, difícil ver en qué medida depende este arte de la vida en la comunidad (es decir, el arte de la vida en general) del conocimiento y reconocimiento objetivo de la realidad, o sea de la prudencia. Sólo el hombre objetivo puede ser justo, y falta de objetividad, en el lenguaje usual, equivale casi a injusticia.

La justicia es la base de la posibilidad real de ser bueno; en esto se apoya la elevada categoría de la prudencia. La categoría de la justicia se basa en ser la forma más elevada y propia de esta misma bondad. Conviene subrayar esto, pues la burguesía «cristiana» ha considerado desde algunas generaciones cosas muy diferentes, por ejemplo, la denominada «moralidad» como característica propia y primordial del hombre bueno. El hombre bueno es en principio justo. No es casualidad que las Sagradas Escrituras y la Liturgia llamen «justo», en general, al hombre en estado de gracia. Al rozar el tema «justicia» el lenguaje enteramente desapasionado de Santo Tomás adquiere un estilo más vibrante; cita, en este lugar de la Summa, la frase de Aristóteles: «La más elevada entre las virtudes es la de la justicia; ni el lucero de la mañana ni el vespertino pueden serle comparados en belleza».

La realización de la justicia es cometido del hombre como tal, como «ser sociable». Casi se puede asegurar que el portador de la justicia no es tanto el individuo (aunque, naturalmente, sólo la persona puede ser «virtuosa» en sentido estricto), como el «nosotros», la entidad social o el pueblo; justicia es, pues, la plenitud óntica del «nosotros». Las diversas formas del «nosotros» se estructuran en torno a tres rasgos fundamentales; cuando estas tres estructuras son «verdaderas» puede decirse que en este «nosotros» reina justicia. Estos tres elementos estructurales son, según la Escolástica, los siguientes: primero, las relaciones de los miembros entre sí, cuya equidad se apoya en la justicia conmutativa; segundo, la relación del todo a los miembros, cuya equidad se apoya en la justicia distributiva; y tercero, las relaciones de los miembros aislados al todo, cuya equidad va regida por la justicia legal. Todas estas cosas parecen evidentes, aunque no lo sean en modo alguno.

La doctrina «social» individualista, por ejemplo, reconoce de estas tres estructuras básicas sólo una, a saber: las relaciones de los individuos entre sí, pues el individualismo no reconoce la existencia propia del todo, y por eso para él no existen propiamente relaciones del individuo al todo ni del todo al individuo. Así, para un individualismo que quiera ser consecuente, la única forma de justicia es la conmutativa, que se basa en el contrato como medio de lograr la compensación de intereses. Por otra parte, el colectivismo ha creado una doctrina social «universalista» que niega rotundamente que existan siquiera relaciones de individuo a individuo; en estricta consecuencia declara a la justicia conmutativa como un «absurdo individualista». La acusada tendencia que tienen estas «opiniones de escuela» a la realización práctica lo demuestra, por ejemplo, la experiencia histórica de los regímenes totalitarios. Caracteriza a éstos la tiranía del Estado, que apenas permite relaciones privadas entre los individuos como tales; éstos apenas si se enfrentan «oficialmente» como funcionarios individuales de los intereses del Estado. Se ha hecho el intento, por parte de algunos cristianos, de proclamar la subordinación del individuo al bien común como directriz básica en la vida pública y admitir, en consecuencia, la justicia legal como justicia propiamente dicha. Al mismo tiempo se aseguró que ésta es la opinión verdadera de la teología clásica. Es muy difícil juzgar acertadamente este intento, ya que sería preciso hacer en orden al mismo distinciones tan importantes como complicadas. Santo Tomás de Aquino dice, ciertamente, que toda la vida moral del hombre está subordinada al bien común. Así pues, la justicia legal tiene realmente una categoría y posición muy especial. Pero no debe perderse de vista que la tesis expuesta por Santo Tomás tiene dos facetas: la una expresa que existe una verdadera obligación del individuo con respecto al bien común, y esta obligación se refiere al hombre entero; y la otra faceta hace resaltar, en cambio, que toda virtud del individuo es necesaria para el bienestar de todos, significando esto que el bienestar común necesita virtud de los individuos aislados. Esto último no es realizable si los miembros aislados de la comunidad no son buenos, y «buenos» no sólo en el sentido más restringido de justos, sino también en el sentido de una virtud personalísima, oculta y, por decirlo así, completamente íntima. No conviene, pues, pasar por alto esta cuestión.


Fortaleza

Existe otro error acerca del concepto de justicia, en el fondo completamente liberal, pero no solamente restringido al llamado «siglo del liberalismo». Dice así: es posible poseer la justicia sin la fortaleza. No es tanto un error que afecte a la esencia de la justicia como a la concepción de «este» mundo en el cual la justicia ha de realizarse, pues «este» mundo está constituido de tal forma que la justicia, como el bien general, no se «impone» por sí sola sin que la persona esté dispuesta incluso a la muerte. El mal tiene poder en «este» mundo, este hecho se pone de relieve en la necesidad de la fortaleza, que en realidad, no es otra cosa que la disposición para realizar el bien aun a costa de cualquier sacrificio. Así, la misma fortaleza es, como dice San Agustín, un testigo irrefutable de la existencia del mal en el mundo.

Es, por otra parte, una mala réplica al error liberal, e igualmente falso, opinar que se puede ser fuerte sin ser justo. La fortaleza como virtud existe sólo donde se quiere la justicia. Quien no es justo no puede ser bueno en el verdadero sentido. Santo Tomás dice: «La gloria de la fortaleza depende de la justicia». Es decir, sólo puedo alabar la fortaleza de alguien si al mismo tiempo puedo alabarle por su justicia. La fortaleza verdadera está, pues, esencialmente ligada al deseo de justicia.

No es menos importante saber que la idea de fortaleza no es idéntica a la de una agresiva temeridad a toda costa, e incluso existe una temeridad contraria a la virtud de la fortaleza. Para mayor claridad, conviene considerar qué lugar ocupa el temor en la vida del hombre. La «charlatanería» superficial de la vida cotidiana, en principio tranquilizadora, tiende a negar la existencia de lo terrible, o bien a situarlo en la esfera de lo aparente o inexistente. Esta «tranquilización», eficaz o no, existe en todas las épocas y se encuentra hoy con oposición notable, ya que ningún concepto de la literatura profunda —filosófica, psicológica y poética— de nuestra época juega un papel tan importante como el del miedo. Otra forma de manifestar aquella inocuidad de la vulgar existencia es un estoicismo nuevo, «proclamado» por un círculo de hombres para los cuales el recuerdo de los sucesos de las guerras mundiales es una destrucción que encierra la promesa y amenaza de unas catástrofes apocalípticas aún más violentas. La existencia es, en todo caso, horrible, mas no existe nada que lo sea tanto que el fuerte no pueda soportar y sobrellevar con grandeza.Leyendo los libros más personales de Ernst Jünger, una de las cabezas más notables de aquella stoà nueva, se comprende que todos los sueños de estos «corazones aventureros» sean pesadillas. Hay que observar que sería poco menos que ridículo el recoger estos hechos con cierta «satisfacción» y hasta ironía. Seguramente son estas pesadillas una respuesta a la verdadera situación metafísica del Occidente, humanamente más elevada y objetivamente más adecuada que un cristianismo que se consuela con razones culturales superficiales sin haber penetrado aún en su propia profundidad. En dicha profundidad late la última respuesta cristiana a esta cuestión: el concepto del temor de Dios. Este concepto se está desvaneciendo en la conciencia universal cristiana y está a punto de convertirse en algo vacío e insustancial para ella. El temor de Dios no es simplemente lo mismo que el «respeto» al Dios absoluto, sino verdadero temor en el sentido estricto de la palabra. Común a temor, miedo, susto, horror y terror es que todas son respuestas diversas a las diferentes formas de mutilación del ser, cuyo último término sería propiamente la aniquilación. La Teología cristiana no piensa en negar la existencia de lo terrible en la vida humana; por otra parte, nada más lejos para la doctrina cristiana de la vida que afirmar que el hombre no deba temer lo terrible. Pero al cristiano le interesa el ordo timoris, el orden del temor; en definitiva, lo realmente temible, en último término; la preocupación consiste en temer acaso lo que no existe ni es definitivamente terrible y, por el contrario, tener por inofensivas cosas realmente temibles. Lo realmente terrible no es más que la posibilidad que tiene el hombre de separarse voluntariamente, por su propia culpa, de su última razón de ser. La posibilidad de ser culpable es el mayor peligro para la existencia del hombre. El temor de Dios es la respuesta adecuada a este horror de la separación culpable y siempre posible de su última razón de ser. Esta culpabilidad constituye lo que definitivamente hemos de temer. Este miedo que acompaña a cada existencia humana, incluso a la de los santos, como una posibilidad real, no es superable por cualquier forma de «heroísmo»; más bien es este temor la premisa para todo heroísmo auténtico. El temor de Dios —como tal temor— ha de ser soportado y resistido hasta la«seguridad» definitiva en la vida eterna. Si la fortaleza nos libra de amar a nuestra vida de una manera tal que la perdamos, expresa esto que el temor de Dios como temor a perder la vida eterna es el fundamento de toda fortaleza cristiana. Hay que pensar, sin embargo, que el temor de Dios es sólo el anverso negativo del amor esperanzado hacia Dios. San Agustín dice: todo temor es amor que huye.

En el temor de Dios se «perfecciona» el miedo natural del hombre ante una mutilación o aniquilación de su ser. Todo lo moralmente bueno no es más que una especie de «prolongación» de las inclinaciones naturales del ser. El hombre, sin embargo, teme por naturaleza a la nada antes de cualquier decisión de su inteligencia, o sea, según su naturaleza creada por Dios. Y así como la tendencia natural de la convivencia se perfecciona en la virtud de la justicia y de la propia autoridad en la virtud de la longanimidad, y la de la tendencia al goce en la templanza, igualmente se perfecciona el miedo natural a la destrucción en el temor de Dios. De la misma manera que el empuje natural a la convivencia, propia autoridad y la concupiscencia natural pueden actuar desordenadamente si no se perfeccionan en la justicia, la longanimidad y la templanza, también puede hacerlo el miedo natural a la aniquilación, si no se perfecciona en el temor de Dios. El hecho de que éste, en su forma propia de temor de Dios, «filial», sea un don del Espíritu Santo y no, como las virtudes cardinales, la realización de las posibilidades del hombre en la esfera de la moral, significa que sólo la perfección sobrenatural realmente vivida es capaz de librar al hombre del «temor imperfecto». La tiranía de este «temor imperfecto» repercute, además de en el aspecto moral, en la vida psíquica natural, sobre lo cual puede informarnos la psiquiatría. He aquí otro punto en el que resalta claramente el parentesco entre salud y santidad, aunque la claridad se refiere sólo a la existencia de esta relación. Sin embargo, apenas es posible dilucidar la forma íntima en que están enlazadas la salud y la santidad, y sobre todo la culpa y la enfermedad, y las condiciones en que este parentesco se manifiesta. De todas formas, la «salud» de la justicia, longanimidad, templanza, temor de Dios y de toda virtud en general consiste en estar de acuerdo con la verdad objetiva, natural y sobre natural. Esta correspondencia a la realidad es, al mismo tiempo, el principio de la salud y del bien.


Templanza

Se ha dicho que la disposición natural al gozo puede llegar a actuar desordenadamente. La tesis liberal de que «el hombre es bueno» oculta esta verdad. El liberalismo progresista no podía reconocer, de acuerdo con sus premisas básicas, que existiese en el hombre una rebelión de las potencias menos elevadas del alma contra el dominio del espíritu y, por tanto, niega que el hombre hubiese perdido por el pecado original el orden interior genuino de su naturaleza.En consecuencia, con este modo de pensar la virtud de la templanza ha de aparecer como algo sin sentido, absurdo e insustancial, pues presupone y reconoce la posibilidad de esta rebelión de los sentidos contra el espíritu. La conciencia universal de la cristiandad ( y no decimos la doctrina de la Iglesia, ni tampoco la Teología) respondió a esta negación del sentido de la templanza haciendo resaltar marcadamente esta virtud. La virtud de la templanza, en sus típicas formas de castidad y continencia, llegó a ser para la conciencia universal cristiana el rasgo saliente y predominante en la idea del hombre cristiano. De todas formas, esta respuesta fue hija de su adversario, el liberalismo. La templanza es la virtud más «personal» entre las cuatro virtudes cardinales, lo que demuestra la dependencia de su enemigo liberal-individualista. En realidad, se podría haber alzado de igual forma la bandera de la fortaleza contra el liberalismo progresista; o bien, haber recalcado y predicado con especial insistencia ambas virtudes, fortaleza y templanza, aparte completamente de la justicia distributiva y legal. El liberalismo ha socavado los fundamentos de ambas virtudes, que presuponen la existencia del mal, a causa de su fe absoluta en «este» mundo; pero precisamente subrayamos que la conciencia universal de la cristiandad antepuso la templanza como virtud característica del cristiano, virtud que se refiere de primera intención, como ya se ha dicho, al individuo como tal. Así se tomó la virtud más «personal» por la más cristiana. De esta forma la supervaloración de la templanza tiene una relación manifiesta con el liberalismo por la «individualización» de la moral. Este carácter privado de la templanza fue causa de que la Teología clásica no considerara esta virtud como la primera, sino la última de las cuatro virtudes cardinales.

La supervaloración de la templanza tuvo repercusiones y reflejos considerables. Por de pronto, el concepto de la llamada «moralidad» tiene aquí sus raíces. Este concepto, con todas sus ambigüedades, tal como se usa hoy día en el lenguaje corriente, es el resultado de la restricción de la moral a la virtud de la templanza; por otra parte, está unido a una concepción moralista del bien en general que separa, como se ha dicho, la acción (u omisión) en el hombre viviente y escinde el «deber» y el «ser».immaculata no se refiere únicamente a la castidad de la Madre de Dios, sino que tiene una amplitud mucho mayor; significa primeramente y ante todo la plenitud de gracia en su ser que María recibió en un principio. Para concluir: esta supervaloración de la castidad es en buena parte culpable de que términos de nuestro lenguaje tales como «sensualidad», «pasión», «concupiscencia», «instinto», etc., haya adquirido un significado totalmente negativo, no obstante ser en principio conceptos moralmente indiferentes. Pero si en el lenguaje se entiende bajo «sensualidad» sólo la sensualidad contraria al espíritu, por «pasión» sólo la pasión mala y por «concupiscencia» la concupiscencia rebelde, no nos quedarán términos que designen la sensualidad no contraria al espíritu o no-rebelde, que Santo Tomás incluye entre las virtudes. Esta escasez de términos en el lenguaje nos lleva fácilmente a una confusión peligrosa de conceptos y hasta de la misma vida, y precisamente de una tal confusión se originó este uso defectuoso del lenguaje. Además, se redujo, de una manera completamente unilateral, la fuerza moral y el ejemplo de los ángeles y la Virgen al plano de esta virtud y sobre todo a la castidad. La consecuencia fue que todas estas figuras no quedaron en la conciencia cristiana con toda su cumplida plenitud real. Con respecto al concepto «de pureza angelical» hay que observar que un ángel no puede ser «puro» en el sentido de la castidad y que la «virtud» del ángel consiste primordialmente en la virtud teologal del amor. Al mismo tiempo el concepto de

Es quizá conveniente recordar aquí un ejemplo de la Summa theologica que muestra la opinión del Doctor Común en esta materia. Es un ejemplo y no una tesis; pero un ejemplo que ilustra una tesis. La Summa incluye un tratado sobre las pasiones del alma. Santo Tomás estudia en él todos los movimientos de la capacidad sensual, como el amor, odio, deseo, placer, tristeza, temor, ira, etc. Una de las veinticinco cuestiones aproximadamente de este tratado habla de los «remedios contra el dolor y la tristeza». Santo Tomás expone en cinco capítulos otros tantos remedios; pero antes de conocerlos hagámonos esta pregunta: ¿Qué contestación nos daría o podría dar la conciencia moral universal de los cristianos acerca de «los remedios contra la tristeza del alma»?. Que cada uno se conteste a sí mismo. El primero, completamente general, del que Santo Tomás se ocupa es: «cualquier goce». La tristeza es un cansancio del alma; el goce, en cambio, un descanso. El segundo remedio son «¡las lágrimas!». El tercero es el «compartir la alegría». El cuarto es la «contemplación de la verdad». Esta última calma el dolor tanto más cuanto más perfectamente ama el hombre la sabiduría. Ante el quinto remedio que nombra Santo Tomás hemos de considerar que estamos ante un tratado de Teología, y no precisamente uno cualquiera. Este remedio contra la tristeza es «dormir y bañarse»; pues el sueño y el baño devuelven al cuerpo la debida disposición del bienestar, que, a su vez, repercute en el alma. Santo Tomás, naturalmente, esta bien informado de las posibilidad y necesidades de superar el dolor humano con medios sobrenaturales, incluso es de la opinión que existen grados del dolor humano que sólo pueden vencerse sobrenaturalmente; pero no piensa en descartar los medios sensibles y naturales, como, por ejemplo, dormir y bañarse. No se avergüenza lo más mínimo de hablar de ello en medio de un tratado de Teología.


Fe, Esperanza y Caridad

Con esto concluye la serie de observaciones sobre las virtudes cardinales. Las cuatro —prudencia, justicia, fortaleza y templanza— pertenecen en principio a la esfera del hombre natural; pero como virtudes cristianas se desarrollan en el campo abonado por la fe, la esperanza y la caridad. Fe, esperanza y caridad son la respuesta del hombre a la realidad del Dios Uno y Trino, revelada al cristiano sobrenaturalmente por Jesucristo. Es más: las tres virtudes teologales no sólo son la respuesta a esta realidad, sino que, al mismo tiempo, constituyen la capacidad y fuente de energía para esta respuesta y no sólo esto, sino que, además, son la única «boca», por decirlo así, capaz de dar esta respuesta. Este estado de cosas no se refleja con suficiente claridad en todas las manifestaciones cristianas sobre las virtudes teologales. Al hombre natural no le es posible «creer» en el sentido de la virtud teologal de la fe por la simple razón de que la realidad sobrenatural le haya sido hecha «asequible» por medio de la revelación. No; esta posibilidad de«creer» sólo nace por la comunicación de la gracia santificante. En la fe adquiere el cristiano conciencia de la realidad del Dios Uno y Trino, y en una medida tal que sobrepasa a todo convencimiento natural. La esperanza es la respuesta de afirmación del cristiano, sugerida por Dios, a la realidad revelada de que Cristo es el «camino a la vida eterna» en el más real de los sentidos. El amor, finalmente, es la respuesta de todas las potencias del hombre en gracia a la bondad infinita y esencial de Dios. Las tres virtudes teologales están ligadas de la manera más íntima; «refluyen en un círculo santo», según una expresión de Santo Tomás en su Tratado de la Esperanza. «Quien fue llevado de la esperanza al amor adquiere una esperanza más perfecta, ya que también cree con más vigor que antes».


Diferencia entre la Moral Natural y la Sobrenatural

La moral sobrenatural del cristiano se distingue de la moral del gentleman, del caballero, por la conexión íntima de las virtudes cardinales con las teologales. La conocida frase «La gracia no destruye, sino que perfecciona la naturaleza», expresa esta misma relación y la forma en que dependen virtud natural y sobrenatural. Estas palabras parecen muy claras y de hecho lo son; pero su claridad no quita la imposibilidad de hacer comprensible un misterio por medio de una simple expresión, y nada más misterioso que la forma en que Dios actúa en el hombre y el hombre en Dios.

Sin embargo, la diferencia entre el cristiano y el gentleman se muestra de múltiples maneras suficientemente comprensibles.

Puede parecer, a veces, que el cristiano obra contrariamente a la prudencia natural porque tiene que hacer justicia a realidades que pertenecen al mundo de la fe. Sobre esta «prudencia sobrenatural» ha escrito también Santo Tomás algo que, a mi parecer, es de una importancia extraordinaria para el cristiano de hoy. La virtud natural de la prudencia (así dice aproximadamente) está, evidentemente, ligada a una cantidad no escasa de conocimientos adquiridos de la realidad. Si las virtudes teologales elevan a las cardinales a un plano sobrenatural, ¿qué sucede entonces con la prudencia?, ¿suple la gracia el conocimiento natural de los seres reales?, ¿hace la fe superflua la valoración objetiva de la situación del obrar concreto, o la suple?, ¿de qué le sirve la gracia y la fe al «hombre sencillo» que no posee en ciertas ocasiones este conocimiento para una situación complicada?. A estas preguntas sólo Santo Tomás da, según creo, una respuesta magnífica y, además, muy consoladora: «Las personas que necesitan dirección y consejo ajenos saben aconsejarse a sí mismas cuando están en estado de gracia, por lo menos en cuanto que piden consejo a otras personas y, lo que es más importante, son capaces de distinguir el consejo bueno del malo». ¡Cuando están en gracia!. No necesita aclaración alguna hasta qué punto es esto consolador para la situación del «cristiano corriente».

De una manera especialmente conmovedora se muestra la diferencia entre el cristiano y el gentleman por la distancia que separa la fortaleza cristiana de la fortaleza «natural». Con esto queremos concluir estas consideraciones sobre la idea cristiana del hombre. La diferencia entre la fortaleza cristiana y la fortaleza meramente natural radica, en último extremo, en la virtud teologal de la esperanza. Toda esperanza nos dice: acabará bien, tendrá un buen fin. La esperanza sobrenatural nos asegura: el hombre que está en realidad en gracia de Dios terminará de una forma infinitamente mejor de lo que pudiera esperar; el fin de este hombre será nada menos que la Vida Eterna. Pero puede suceder que todas las esperanzas de un «feliz fin» oscurezcan en una época de tentaciones, de desesperación, y darse el caso de que al hombre restringido a la esfera de lo natural no le quede otro remedio que la valentía del «ocaso heroico», y para un verdadero gentleman será precisamente éste el único recurso, pues sabrá renunciar a la autosugestión tranquilizadora, a la narcosis y, como dice Ernst Jünger, al «recurso de la suerte». En una palabra, la esperanza sobrenatural puede quedar como único recurso de la esperanza en general. Esto no está dicho en un sentido «eudemonístico», ya que no se trata aquí de la preocupación por una última posibilidad de felicidad subjetiva. La frase de las Sagradas Escrituras: «Aun cuando me diere la muerte, esperaré en El» no puede estar más lejos del temor eudemonístico de la suerte. No; la esperanza cristiana es principalmente y ante todo la dirección de la existencia del hombre a la perfección de su naturaleza, a la saciedad de su esencia, a su última realización, a la plenitud del ser, a la que corresponde, por tanto, también la plenitud de la suerte, o, mejor dicho, de la felicidad. Si, como se ha dicho, todas las esperanzas naturales pierden a veces su sentido, se deduce que el único recurso del hombre, adecuado a su ser, es la esperanza sobrenatural. La fortaleza desesperada del «ocaso heroico» es en el fondo nihilista, mira a la nada; sus partidarios creen poder soportar la nada. La fortaleza del cristiano, en cambio, se nutre de la esperanza en la realidad suprema de la vida, en la vida eterna; en un nuevo cielo y en una nueva tierra.



Fuente: Josef Pieper, Las Virtudes Fundamentales, Ediciones Rialp, Colombia 1988, págs. 11-29