IV
Mi querido Orugario:
Las inexpertas sugerencias que haces en tu última carta me indican que ya es hora de que te escriba detalladamente acerca del penoso tema de la oración. Te podías haber ahorrado el comentario de que mi consejo referente a las oraciones de tu paciente por su madre «tuvo resultados particularmente desdi¬chados». Ese no es el género de cosas que un sobrino debiera escribirle a su tío..., ni un tentador subalterno al subsecretario de un Departamento. Revela, además, un desagradable afán de eludir responsabilidades; debes aprender a pagar tus propias meteduras de pata.
Lo mejor, cuando es posible, es alejar totalmente al pacien¬te de la intención de rezar en serio. Cuando el paciente, como tu hombre, es un adulto recién reconvertido al partido del Enemigo, la mejor forma de lograrlo consiste en incitarle a recordar o a creer que recuérdalo parecidas a la forma de repetir las cosas de los loros que eran sus plegarias infantiles. Por reacción contra esto, se le puede convencer de que aspire a algo enteramente espontáneo, interior, informal, y no codifi¬cado; y esto supondrá, de hecho, para un principiante, un gran esfuerzo destinado a suscitar en sí mismo un estado de ánimo vagamente devoto, en el que no podrá producirse una verdadera concentración de la voluntad y de la inteligencia. Uno de sus poetas, Coleridge, escribió que él no rezaba «moviendo los labios y arrodillado», sino que, simplemente, «se ponía en situación de amar» y se entregaba a «un sentimiento imploran¬te». Esa es, exactamente, la clase de oraciones que nos conviene, y, como tiene cierto parecido superficial con la oración del silencio que practican los que están muy adelantados en el servicio del Enemigo, podemos engañar durante bastante tiem-po a los pacientes listos y perezosos. Por lo menos, se les puede convencer de que la posición corporal es irrelevante para rezar, ya que olvidan continuamente —y tú debes recordarlo siem¬pre— que son animales y que lo que hagan sus cuerpos influye en sus almas. Es curioso que los mortales nos pinten siempre dándoles ideas, cuando, en realidad, nuestro trabajo más eficaz consiste en evitar que se les ocurran cosas.
Sí esto falla, debes recurrir a una forma más sutil de desviar sus intenciones. Mientras estén pendientes del Enemigo, esta¬mos vencidos, pero hay formas de evitar que se ocupen de El. La más sencilla consiste en desviar su mirada de Él hacia ellos mismos. Haz que se dediquen a contemplar sus propias mentes y que traten de suscitar en ellas, por obra de su propia volun¬tad, sentimientos o sensaciones. Cuando se propongan solicitar caridad del Enemigo, haz que, en vez de eso, empiecen a tratar de suscitar sentimientos caritativos hacia ellos mismos, y que no se den cuenta de que es eso lo que están haciendo. Si se proponen pedir valor, déjales que, en realidad, traten de sentir¬se valerosos. Cuando pretenden rezar para pedir perdón, déja¬les que traten de sentirse perdonados. Enséñales a medir el valor de cada oración por su eficacia para provocar el senti¬miento deseado, y no dejes que lleguen a sospechar hasta qué punto esa clase de éxitos o fracasos depende de que estén sanos o enfermos, frescos o cansados, en ese momento.
Pero, claro está, el Enemigo no permanecerá ocioso entre¬tanto: siempre que alguien reza, existe el peligro de que El actúe inmediatamente, pues se muestra cínicamente indiferente hacia la dignidad de Su posición y la nuestra, en tanto que espíritus puros, y permite, de un modo realmente impúdico, que los animales humanos arrodillados lleguen a conocerse a sí mismos. Pero, incluso si Él vence tu primera tentativa de desviación, todavía contamos con un arma más sutil. Los hu¬manos no parten de una percepción directa del Enemigo como la que nosotros, desdichadamente, no podemos evitar. Nunca han experimentado esa horrible luminosidad, ese brillo abrasa¬dor e hiriente que constituye el fondo de sufrimiento perma¬nente de nuestras vidas. Si contemplas la mente de tu paciente mientras reza, no verás eso; si examinas el objeto al que dirige su atención, descubrirás que se trata de un objeto compuesto y que muchos de sus ingredientes son francamente ridículos: imágenes procedentes de retratos del Enemigo tal como se apareció durante el deshonroso episodio conocido como la Encarnación; otras, más vagas, y puede que notablemente dis¬paratadas y pueriles, asociadas con Sus otras dos Personas; puede haber, incluso, elementos de aquello que el paciente adora (y de las sensaciones físicas que lo acompañan), objeti¬vados y atribuidos al objeto reverenciado. Sé de algún caso en el que aquello que el paciente llama su «Dios» estaba localiza¬do, en realidad..., arriba y a la izquierda, en un rincón del techo de su dormitorio, o en su cabeza, o en un crucifijo colgado de la pared. Pero, cualquiera que sea la naturaleza del objeto compuesto, debes hacer que el paciente siga dirigiendo a éste sus oraciones: a aquello que él ha creado, no a la Persona que le ha creado a él. Puedes animarle, incluso, a darle mucha importancia a la corrección y al perfeccionamiento de su obje¬to compuesto, y a tenerlo presente en su imaginación durante toda la oración, porque si llega a hacer la distinción, si alguna vez dirige sus oraciones conscientemente «no a lo que yo creo que Sois, sino a lo que Sabéis que Sois», nuestra situación será, por el momento, desesperada. Una vez descartados todos sus pensamientos e imágenes, o, si los conserva, conservados reco¬nociendo plenamente su naturaleza puramente subjetiva, cuan¬do el hombre se confía a la Presencia real, externa e invisible que está con él allí, en la habitación, y que no puede conocer como Ella le conoce a él... bueno, entonces puede suceder cualquier cosa. Te será de ayuda, para evitar esta situación esta verdadera desnudez del alma en la oración, el hecho de que los humanos no la desean tanto como suponen: ¡se pueden encontrar con más de lo que pedían! Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
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