Decía Georges Bernanos hablando de la Iglesia que de ella lo había obtenido todo, y que nada podía llegarle si no era a través de ella, y con ello definía algo que es el común sentir de todo católico de bien, que no es otro que saberse hijo de la Iglesia e ir a donde ella le lleve.
La Iglesia, como toda familia, tiene gente de todo tipo dentro, y como buenamadre que es, se esfuerza por preservar la unidad de sus hijos, haciendo a veces gala de una paciencia infinita en su papel de también ser maestra, enseñando y corrigiendo como fiel guardadora que es del depositum fidei.
Cualquiera que viva una eclesiología sana y bien fundada sabe el papel de autoridad y guía que la Iglesia tiene- a través de sus legítimos pastores- en el desempeño de su perenne misión entre los hombres y en todo lo concerniente a la fe.
Eso sí, basta caminar un tiempo en la Iglesia para darse cuenta de que una cosa es el oficio y otra la persona, por lo que encontrarse con gente que es una auténtica prueba es el pan nuestro de cada día, y a nadie debe escandalizar eso si se tiene el suficiente sentido común para entender la pasta de la que está hecha nuestra débil humanidad.
Por eso mismo me sorprenden las ganas de quejarse de todo que a veces se respiran en la Iglesia, pues aunque no seamos protestantes en el sentido de romper con Roma, muchas veces nos quedamos dentro siendo unos auténticos protestones más papistas que el papa.
Ya sea por exceso o por defecto, por consevadurismo o por progresismo eclesial, a veces uno se pregunta dónde queda la visión sobrenatural de saber que Dios ya lo sabía todo cuando decidió establecer la Iglesia, y que cuenta con nuestra humanidad como parte de ella, y que a fin de cuentas es su Espíritu Santo quien la gobierna, por más que los hombres nos empeñemos en no hacerle ni caso y no escuchar su voz.
Pensando en todo esto me acordaba de la parábola del hijo pródigo, en la que quien parecía el hijo obediente resultaba ser el más distante del padre, por más que se hubiera quedado en la casa a diferencia del hermano de vida disoluta.
En el fondo era un protestón, que cumplía la voluntad de su padre, pero sin amar a su padre, demostrándonos que en esto de vivir en cristiano, todos corremos el peligro de creernos justificados a la primera de cambio, olvidándonos de lo traicionera que es la soberbia de vida que nos lleva a creernos que sabemos más que nuestro padre.
Al menos a mí me pasa constantemente, y a Dios le pido un corazón distinto, que por un día deje de protestar por todo y de querer que se hagan las cosas a su manera, porque al final lo que más descansa es hacer las cosas a la manera de Dios...
FUENTE: http://www.religionenlibertad.com
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